Andrei
Años antes
—Señor, llegará tarde a su cena de compromiso —me avisó el mayordomo desde el otro lado de la puerta.
La puta muda que me estaba atendiendo no paraba de cabalgarme, pero la interrupción me había bajado el entusiasmo, así que la aparté. Confundida y asustada, alzó la vista. Me frustraba que no pudiera hablar, pero se parecía demasiado a Sonia como para matarla.
Sonia. Por fin todos sabrían que ella me pertenecía y que sería mi esposa. Tal vez no fuera la mejor en el sexo y solo le importara gastarse mi dinero, pero era hermosa, digna de ser mostrada al mundo, que se rindiera a sus pies. Ella tendría a mis hijos, que serían seres sin defectos.
—No morirás. Vete —le dije.
No se atrevió a soltar un suspiro de alivio, pero lo pude leer en sus ojos. Por su cabeza debían pasar cada una de las muertes que tuvo que presenciar mientras me la cogía.
Esa era la única manera de cumplir mis fantasías con Sonia sin afectarla. Desde la primera vez que la vi, supe que ella jamás soportaría mis gustos en la cama y que tendría que mostrarle el lado más cuidadoso de mí para que me diera lo que quisiera. No me importaba. Sonia me alegraba con su presencia, me proporcionaba un entretenimiento fascinante al verla aceptar todo lo que le ofrecía. Esa era la clase de esposa con la que siempre había soñado. Jamás me cuestionaría nada siempre y cuando la mantuviera consentida.
Entré en la ducha y mis músculos se relajaron. No intenté masturbarme; Sonia se encargaría de eso cuando me la llevara esta noche después de la fiesta.
—Señor Sangster, ¿podría concederme un momento? —me preguntó Oliver Sanderson, mi abogado, al bajar las escaleras.
—¿Está listo el contrato prenupcial?
Le quité la carpeta de las manos. Fue un movimiento normal y suave, pero él se apartó rápidamente y se estremeció. Ante mí se mostraba como un cobarde, pero yo sabía de su fiereza en los tribunales y la influencia que tenía sobre jueces y políticos, quienes a su vez terminaban colaborando conmigo por los favores recibidos.
Sanderson había sido una buena adquisición.
—Sí, pero me gustaría discutir algunos puntos con usted. Está siendo demasiado generoso con esa familia. Ellos apenas llevan dos años en Chicago, y usted ni un año de conocer a su prometida. No puede compartir tanto con ella.
—Oliver, ¿qué sería de mí si no compartiera mi riqueza y no diera votos de confianza? Ellos juraron lealtad —dije sonriendo—. Para recibir, también hay que dar. ¿No te educaron bien?
Su cuerpo temblaba por completo cuando me acerqué. Un ligero olor a amoníaco llegó a mi nariz. De nuevo, se orinaba en los pantalones por una simple conversación amistosa.
—Sí, señor, me educaron bien —respondió, sin mirarme a los ojos—. Está todo especificado como usted ordenó.
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