Todo estaba preparado, absolutamente todo. Nate estaba tan nervioso como si en lugar de celebrar un aniversario, fuera a pedirle matrimonio de nuevo, pero esta vez en serio, con los nervios, el amor y la expectación de que aquella mujer compartiera el resto de su vida con él.
La amaba. La amaba con todo su corazón y lo único que quería era hacerla feliz.
Así que se apresuró a dejar todo listo en casa y volvió a la clínica para buscarla. Se sentó en la pequeña sala de espera y aguardó con impaciencia, pensando que quizás Steven aún la entretenía para que él pudiera terminar.
Pero media hora después, Nate miró su reloj con impaciencia y algo que no supo explicar, un presentimiento extraño, se adueñó de él. Tocó con fuerza a la puerta de la sala de rehabilitación y se le hizo de repente demasiado silenciosa.
—¿Steven? ¿Blair? —preguntó, y cuando no obtuvo respuesta, pensó que quizás habían ido a hacer ejercicios a alguna de las otras salas.
Sin embargo, para asegurarse, empujó la puerta y lo que vio lo dejó helado en el umbral. Un segundo después corría hacia el cuerpo que estaba tirado en medio de la salita y le daba la vuelta a Steven, sacudiéndolo mientras este intentaba reaccionar un poco aturdido.
—¡Ayuda! —gritó Nate hacia la puerta—. ¡Necesitamos ayuda aquí!
Varios médicos se acercaron apresurados y lograron ayudarlo a levantar al fisioterapeuta.
—Tiene un golpe en la cabeza —dijo uno de ellos, restañando la sangre que corría tras una oreja de Steven—. ¡Hey, muchacho, sigue la luz, ¡intenta enfocarte!
Steven obedeció al médico aturdido, mirando a la linterna médica, pero enseguida pareció sobresaltarse. Sus ojos buscaron desesperadamente alrededor, pero en lugar de encontrar lo que buscaba, solo vio a Nate.
—¡Blair...!
—¿Dónde está? —lo increpó Nate con desesperación—. ¡¿Dónde está Blair?!
El hombre negó mientras se sostenía la cabeza y trataba de recordar qué había pasado.
—No lo sé. Estábamos haciendo los ejercicios cuando ella puso cara de susto. Yo estaba de espaldas a la puerta, lo único que pude sentir era que... ¡que me golpeaban!
—¡Maldición! —rugió Nate y un segundo después sacaba su teléfono para llamar a la policía.
¡Ni siquiera había pensado en las alternativas! Alguien se la había llevado. Alguien había secuestrado a Blair, no podía ser de otra manera.
Diez minutos. Los peores diez minutos, más largos y más infernales de su vida, fueron los que pasaron antes de que la primera patrulla de policía estacionara frente a aquella clínica.
Un detective se reunió con él de inmediato, mientras sus subordinados interrogaban al personal del hospital y al fisioterapeuta. Y solo unos pocos minutos después, en aquel consultorio que les habían cedido, entraron los otros chicos Vanderwood.
—¿Qué demonios pasó? ¿Cómo que se llevaron a Blair? —espetó Elijah sin poder creer lo que su hermano le había dicho por teléfono.
—Golpearon a su fisioterapeuta, y ella está desaparecida. Alguien tuvo que habérsela llevado, ella no... No hay razón para que Blair se vaya — insistió Nate, mirando al detective—. ¡Alguien tuvo que habérsela llevado!
—¿Tiene alguna idea de quién pudo haber sido? —le preguntó el hombre con serenidad—. ¿Puede hacerme una lista de sus enemigos, o de las personas que pueden querer hacerle daño?
—Sí, claro que puedo, pero la verdad es que ahora mismo no son muchos —replicó Nate—. Y si tuviera que adivinar, esto está entre Sienna Williamsburg y mi tío Lloyd Vanderwood.
El detective frunció el ceño, ya que cuando se trataba de lidiar con casos de secuestros de millonarios, no era demasiado extraño ver que alguien de la familia estaba vinculado de alguna manera.
Pero antes de que pudiera comenzar con su interrogatorio, uno de sus subordinados abrió apurado la puerta de la sala.
—Tenemos ojos en el hospital —le dijo—. La red de cámaras es buena, así que logramos captar algo. Vamos.
—¡Quédate aquí! Ya sabes que tengo un arma. Así que si oigo tu voz más allá de los decibeles necesarios para pedir comida, te juro que te voy a disparar —la amenazó.
—Podría gritar como gato desgalillado y aun así nadie se acercaría a esta casa —replicó Blair en voz baja—. Parece que está embrujada; el que pase por aquí solo pensaría que son muertos gritando.
—Pues tanto mejor —gruñó Lloyd—. Ahora quédate aquí y no hagas ruido, que tengo muchas cosas en qué pensar.
Blair lo vio dirigirse a la puerta, y su voz lo detuvo, contrariada.
—¿O sea que aquí me vas a dejar? —le preguntó—. ¿Sin amarrarme ni nada?
Si era honesta, tenía que confesar que no entendía mucho lo que estaba intentando hacer Lloyd Vanderwood. Pero cuando escuchó aquella carcajada, tuvo que hacer acopio de entereza para no lanzarle algo.
—¿Amarrarte? ¡Por favor! —se burló—. ¿Yo para qué demonios tendría que amarrar a una lisiada? ¡No puedes caminar! Apenas puedes levantar una miserable pelotita de trapo de esas que te estaba dando el médico. ¿Para qué te voy a amarrar? ¿A dónde te vas a ir? —escupió señalando su silla de ruedas con un gesto de desprecio—. Me conformo con que hagas silencio y no me molestes.
Se dio la vuelta y salió de allí, mientras la muchacha respiraba profundamente y miraba alrededor. Era cierto que aún no estaba demasiado fuerte, pero si en algo se equivocaba Lloyd Vanderwood, era en creer que ella no era capaz de valerse por sí misma.
Blair observó cada cosa que había a su alrededor, revisó aquella cocina de arriba a abajo y tanteó la puerta de atrás. Estaba cerrada con llave, y la única forma de abrirla era rompiendo uno de los cristales, pero eso definitivamente llamaría la atención de su secuestrador. Así que no tenía más opción que esperar, esperar tranquilamente porque estaba segura de que él iba a pedir dinero, y Nate de ninguna manera se negaría.
Y, en efecto, tres horas después, aquel viejo volvió a aparecer en la puerta con un celular en la mano y una expresión ladina que a la muchacha le revolvió el estómago.
—Creo que ya ha pasado tiempo suficiente como para crear expectativa, ¿no es cierto? —murmuró—. Hora de llamar a tu adorado esposo.

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