Mi mente vagó hacia los recuerdos dolorosos de ese tiempo, cuando la desesperación me consumía. Había amado tanto a Simón que, incluso cuando la verdad me golpeaba en la cara, elegía creer en sus mentiras. La sospecha de que algo pasaba entre ellos me carcomía por dentro, pero me aferraba a sus palabras vacías como un náufrago a un pedazo de madera podrida.
"Entre Violeta y yo no hay nada", repetía él, y yo, en mi patética devoción, me esforzaba el doble por complacerlo. Me convertí en una sombra que lo perseguía, intentando desesperadamente recuperar un amor que quizás nunca existió.
Cada encuentro entre ellos me dejaba temblando como un animal herido. El pánico me invadía y no podía evitar rogarle una y otra vez que me confirmara su amor, como si sus palabras pudieran borrar lo que mis ojos veían.
Un escalofrío me recorrió la espalda al recordar hasta dónde había llegado mi desesperación. Yo, que siempre le había temido al dolor físico más que a nada en el mundo, terminé cortándome solo para suplicarle que regresara de donde fuera que estuviera con Violeta.
Una risa amarga brotó de mi garganta. Para él, mi sufrimiento no fue más que un espectáculo, un berrinche infantil. No solo no regresó al verme herida; llegó a convencerse de que todo era un truco para llamar su atención.
La versión anterior de mí, la del diario, no podía comprender esa contradicción: ¿cómo podía negar que hubiera algo entre ellos y aun así tratarme con tanta crueldad? Ahora lo entiendo con perfecta claridad. Simón podía hacer lo que quisiera con Violeta y seguir negándolo, no porque fuera verdad, sino porque admitirlo significaría enfrentar las consecuencias: el divorcio, la división de bienes, el escándalo social.
Una sonrisa se dibujó en mis labios mientras la revelación tomaba forma: su plan siempre fue torturarme hasta la locura, esperar pacientemente a que tuviera un "accidente". Después de todo, ¿qué mejor que quedar viudo para conseguirlo todo: la belleza de Violeta y el imperio empresarial?
La ingenuidad de mi yo anterior me provocó náuseas. ¿Cómo pude ser tan ciega? Creía que si negaba lo suyo con Violeta era porque aún quedaba algo de amor hacia mí. Me torturaba preguntándome si no estaría siendo demasiado suspicaz, si no estaría malinterpretando una amistad inocente.
Mis ojos se clavaron en él, destilando todo el veneno acumulado durante años.
—¿Mi corazón ve suciedad donde no la hay? —mi voz salió cargada de sarcasmo—. ¿Por qué no admites de una vez que no vales nada? Quieres el imperio y el amor verdadero, ¿no?
Sin darle tiempo a responder, me giré hacia la multitud.
—¿Por qué no dejamos que los presentes opinen? ¿No creen todos que hacen una pareja perfecta, dos almas gemelas destinadas?
Mis ojos se posaron en las mujeres que momentos antes murmuraban con tanto entusiasmo.
—Adelante, señorita Vásquez, señorita López, señorita García —las nombré una a una, disfrutando cómo palidecían—. Cuando vieron a mi esposo entrar del brazo de mi querida hermanita, ¿qué comentaban entre ustedes?
—No son solo ellas —continué, girándome hacia Simón—. Hace rato, cuando llegaste con Violeta, todos se emocionaron. ¿Qué pasa? ¿Mi mente retorcida ve maldad donde no la hay? ¿O será que todos tienen el corazón sucio y solo ustedes dos son puros e inocentes?
Una sonrisa cruel se dibujó en mis labios.
—¿Ese tipo de pureza que permite compartir la misma cama mientras juran que solo platican?
Una carcajada estalló entre la multitud, y el rostro de Simón se contorsionó de furia.
—Luz, ¿podrías dejar de montar escenas? —avanzó hacia mí con esa actitud dominante que tanto conocía.
Di varios pasos atrás, esquivándolo como si fuera algo repugnante. La expresión en su rostro se oscureció aún más, y por primera vez en mucho tiempo, sentí el dulce sabor de la victoria.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Cicatrices de un Amor Podrido