—Si algo grave le pasa a Isabel, ¡tendrás que responder por ello! —me advirtió Antonio con su rostro sombrío antes de marcharse apresurado con ella en brazos.
Me quedé inmóvil durante un largo rato, con su expresión de furia grabada en mi mente. Todas aquellas promesas de amor eterno se volvían ahora especialmente irónicas... ¿Cuándo había cambiado sus sentimientos? No me había dado cuenta en lo absoluto.
Estaba hundida en un abismo de dolor hasta que Rosa entró, preguntándome preocupada si estaba bien. Como despertando de un sueño, me sacudí del dolor. No valía la pena sufrir por un desagradecido de esa manera. Me concentré en el trabajo.
Cerca del mediodía, sonó mi teléfono. Era Carmen. Colgué sin contestar. Poco después, volvió a sonar. Esta vez era mi padre. Dudé por un momento, pensando si acaso Isabel no habría resistido... ¿estaría muerta? Después de unos segundos de vacilación, contesté.
Apenas puse el teléfono en mi oído, el grito de mi padre casi me revienta el tímpano:
—¡María! ¡Eres una desalmada! ¡Isabel ya estaba débil y tú la golpeas y la tiras al suelo!
Aparté el teléfono hasta que terminó de gritar enloquecido, y respondí con calma:
—Hay cámaras de seguridad en mi oficina. Pueden ver lo que realmente pasó.
Aunque sabía que incluso con las pruebas, seguirían culpándome. Como era de esperarse, mi padre respondió indignado:
—¿Importa acaso la verdad? ¡Lo importante es que tu hermana tiene una enfermedad terminal y tú no tienes ni un mínimo de compasión ni consideración!
No me molesté en defenderme. Era inútil. Al ver que no respondía, mi padre se calmó un poco:
—Bueno, Isabel quiere que seas la testigo en su boda. De todos modos, no tienes nada que hacer ese día, ayúdala con esto.
—Iré, si no les preocupa que arruine su boda.
Mi padre guardó silencio por un momento:
—¿Quieres las acciones de la empresa? Si cumples con ser la testigo como es debido, te transferiré las acciones que pertenecían a tu madre.
Me sorprendió su cambio. Durante años había intentado por todos los medios conseguir esas acciones sin éxito alguno. ¿Y ahora estaba dispuesto a dármelas todas?
—Transfiere la mitad a mi nombre ahora mismo, y el resto después de la boda —exigí, temiendo algún truco de su parte.
—...De acuerdo —aceptó tras una pausa repentina, y añadió molesto—: Eres igual de interesada que tu madre.
—Mejor eso que ser un desalmado como tú —contesté sin intimidarme.
La caída de Isabel había empeorado su ya débil condición. Hasta el día de la boda apenas podía caminar. El vestido de novia que yo había elaborado estaba hecho a mi medida. Isabel había adelgazado tanto por la enfermedad que le quedaba grande en el pecho y la cintura.
—Que habilidad tan grandiosa la de María —se quejó Carmen mirando el vestido en su hija—. Tanto presumir de premios internacionales y ni siquiera puede hacer un vestido que ajuste bien.
—Está hecho a mi medida —respondí con burla—. Si roban cosas ajenas, no deberían ser tan exigentes.
—¡Aun te atreves...!
—Mamá... —Isabel la detuvo suavemente—. No culpes a María. Está bien que sea grande, así es más cómodo.
Me dirigió una dulce sonrisa:
—María, gracias por hacer mi sueño realidad.
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