Elia se envolvió con las sábanas, molesta y pensativa. Las palabras de Cecilia retumbaban en su cabeza, junto con el recuerdo de lo que Asier le había dicho hace tres años, que ella y Aurora tenían mucho parecido. Eso la tenía angustiada y cuanto más lo pensaba, más se irritaba.
Tan absorta estaba en su enojo que ni siquiera escuchó los golpes en la puerta.
Asier estaba de pie en la entrada, había tocado varias veces sin recibir respuesta y, sin esperar a que Elia abriera, giró el pomo y entró a la habitación. Lo primero que hizo fue buscarla con la mirada, pero no la vio. Una punzada de preocupación le cruzó el pecho.
Al fin, su vista se posó en un montón de cobijas en la cama y se dio cuenta de que allí estaba ella.
Al ver las piernas que asomaban, Asier se tranquilizó. Se acercó a la cama y con voz baja y resonante la preguntó: "¿Todavía estás molesta?"
El sonido de su voz en la habitación silenciosa sobresaltó a Elia, quien, del susto, retiró las sábanas y se giró para encontrarse con la imponente figura del hombre frente a ella.
La alegría de verlo fue instantánea, pero al recordar todos los problemas, la felicidad se desvaneció rápidamente, y fue reemplazada por la tristeza. Con los ojos bajos y sin mucho ánimo, dijo: "¿Quién podría atreverse a estar molesta contigo?"e2
Dicho esto, se volvió a acostar, mostrando su desgano.
Apenas se recostó, sintió cómo un pecho ancho la cubría y la rodeaba. El aliento cálido y vigoroso de Asier le cosquilleaba la cara mientras la hablaba. "Fui yo el que se equivocó hace un rato. Me alegré al escuchar que íbamos a obtener nuestro certificado de matrimonio, pero me mostré demasiado calmado y te decepcioné", admitió Asier rápidamente, recordando las palabras de Orson sobre cómo las mujeres odian ser ignoradas, especialmente por alguien a quien aman.
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