Sentía que la vida se escapaba de mi cuerpo.
Una sensación de pavor indescriptible.
No es porque le tuviera miedo a él, que también.
Era por el miedo que me daba el volver a estar en su poder.
Volver a sentirme suya y volver a estar en su cama, cerca de su piel, de su cuerpo y de sus manos que en pequeñas fracciones de segundos, me volvían tan loca.
Ahora sabía que era un hombre casado y no podía ignorar, tan importante detalle.
No es que no pudiera ser su huésped y evitar cualquier contacto físico con él... Es que no sabía que era lo que quería finalmente de mí y eso me asustaba.
Había un sin número de posibilidades, todas peores que las anteriores, de cosas que podía querer y ahora, que sabía ese gran detalle, aumentaron considerablemente.
— Hasta tu frecuencia respiratoria me deleita tesoro — volvía a hablar en mi oído y yo como una tonta, cerré los ojos casi disfrutándolo.
— Sé que te hago falta, como me la haces tú a mí, pero no quieres aceptarlo — el continuaba y yo me aferraba al aparato en mi mano — este corto tiempo nos ha envuelto de manera inexplicable y lo que me pasa contigo sé, que te pasa conmigo Loreine y el que no lo aceptes no reduce mi emoción porque tampoco lo niegas.
¿Cómo iba a negar la realidad?
Hay cosas que aunque no se expresen se ven. Es la visibilidad de lo invisible... Eso éramos el y yo, algo que se veía sin verse y se palpaba sin tocarlo. Éramos un imposible muy posible y de hecho, éramos ya un hecho.
— ¿Por qué no me dijiste que eras casado? — hablé tranquilamente y escuché un suspiro fabuloso de su boca.
— Porque no preguntaste — respondió instantáneamente.
— ¡¿Quien es cariño?!— gritó Dulce desde la cocina...
— Dile que soy yo, que voy a buscarte — me respondió el y le susurré que no, por favor y el sonrió — te necesito corazón, vuelve a mí. No voy a tocarte pero necesito tenerte de regreso.
¡Oh dios!
Él era más fuerte que yo. Me seducía incluso si no lo intentaba y me deshacía los planes con dos palabras completamente falsas.
En menos de nada, me ví diciendo a Dulce lo que me había ordenado y aún con el teléfono en el oído, me senté en un mueble a seguir perdida en su voz.
— Sé que tienes preguntas pero hay algo muy importante que ha surgido — le dí toda mi atención — te iba a dar el día de hoy lejos de mí — se oía más apagada su voz — aunque me costara estar sin tí iba a dejar que estuvieras sin mí, pero ha sucedido algo y debemos salir inmediatamente.¿Que ropa tienes puesta?
Su pregunta me sorprendió pero le respondí y dijo que en media hora pasaría por mí y traería algo para que me cambiara.
Cuando colgamos me fuí a la cocina y respondí como pude las interrogantes de la señora, que trataba de arreglar una paella que se le había empezado a quemar.
— Si me hubieras dicho que eras amiga del señor Mcgregor te habría tratado con más cuidado cariño. Me siento fatal — la pobre señora no sabía, que me había hecho sentir muy bien, justamente por no mencionar a Alexander.
— No se preocupe Dulce que me he sentido muy arropada con usted, pero debo irme. Lo siento tanto — me senté a la mesa y jugué con las orejas del Spaniel que se me acercó.
— ¿Volverás a visitarme? — preguntó y ambas sonreímos por su cara de penita. Esta señora me daba tanta ternura que no podía ni creermelo.
— Hablaré con Alexander para que me traigan — ella me miró asombrada y me percaté de que no había explicado mi relación con él. No tenía cómo.
Por suerte ella dijo...
— Ojalá seas la definitiva. Quizá se enamore de tí y se case y construya la familia que tanta falta le hace. Es un buen hombre, aunque bastante solitario — no se me pasó por alto el dato de que el, según ella, no estaba casado — solo recibe visitas por su cumpleaños y ya es hora de que se enamore de alguna chica y sea feliz. Un hombre así de apuesto y de buena persona no debería estar solo.
No pude contestar. No sabía que decir. Ni que creer. No sabía ni cómo reaccionar y en ese mismo momento tocaron a la puerta y ella, secando sus manos en el delantal corrió a abrir.
En la puerta se apareció la figura de Joshep, el guardaespaldas y la saludó cordialmente y le dió un paquete para mí.
Era la ropa. Mientras el hombre se sentaba en la cocina con la anciana y bebía un café que ella le ofreció, yo me fuí a cambiar.
Un vestido verde oscuro largo, y unos zapatos cómodos con una bufanda sencilla me adornaron el cuerpo.
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