El comprador (COMPLETO) romance Capítulo 20

Soy de ese tipo de personas, que aunque me esté muriendo, no dejo que nadie lo note. O no cualquiera lo note. Más bien es eso.

— A Cristel no le parece nada porque no ha dicho nada — todas las vistas se fijaron en mi respuesta y Alexander trató de soltar mi mano y yo me aferré aún más, necesitaba su apoyo no sé por qué — si han venido a algo en concreto, terminen de exponerlo porque tenemos cosas que hacer y ciertamente, Alexander no se ve muy feliz con su visita.

Percibía un asombro colectivo que me llenaba de orgullo personal.

Estaba muy tocada por la noticia de la esposa de él y sobre todo, por la falta de información al respecto, pero eso era algo, que no dejaría que otros notaran.

Todo era entre Alexander Mcgregor y yo.

— Vinimos a visitar a mi hermano, nada más — la confirmación de que son hermanos me asombró nuevamente, pero no era quién, para saber todo de su vida.

— Pues ya me vieron, estoy como siempre y como dijo Lore tenemos cosas que hacer — respondió el comprador, sereno aparentemente.

— ¡Lore! — repitió el policía con picardía — ¿La ambulancia es porque ...? — cuestionó saliendo hacia afuera, escoltado por todos, incluso Mery y Joseph.

— Deja de hacer preguntas que no te incumben Kyle y vete — sentenció Alexander y su hermano sonrió.

— Adiós guapo. Siempre es un placer verte — dijo la morena subiendo a su patrullero y su colega se despedía de Mery con cariño. Me dió un guiño y se subió a su coche.

Ambos salieron de allí, más rápido de lo que verdaderamente requerían y nosotros tres salimos hacia la casita, mientras Mery entraba dentro de la casa.

Cuando habíamos avanzado unos metros, aún tomados de la mano, el dueño de mi vida, por el momento, dijo — Gracias...

Supongo que lo había ayudado a librarse de la evidentemente non grata visita.

— No me hables — me solté de su mano y salí casi corriendo hacia donde se divisaba la ambulancia.

En todos los escenarios que había estado últimamente, con los acontecimientos de mi vida, no me había sentido tan frustrada como en este.

Patricia Fielder, mi amiga de tantos años. Con la que compartí tantas penas y tan pocas alegrías, la única que sabe hasta lo que ni yo misma sé de mí, estaba medio muerta delante de mis ojos y no podía evitarlo.

Ya no estaba con asistencia respiratoria. Ella estaba respirando sola, pero seguía inconciente.

El hombre que me estropeaba la vida y al mismo tiempo me la resolvía, estaba detrás de mí, esperando que terminara de sollozar para darme su, peculiar apoyo.

— Piensa que podía haber sido peor — decía el, sin saber lo mucho que odiaba esa frase — está viva y lo seguirá estando, no sufras algo que aún no ha pasado. No puede estar mejor atendida y protegida.

La casita, era de todo menos una casita.

Era muy grande y en la habitación principal estaba mi amiga. Rodeada de aparatos médicos y unos cuantos especialistas en salvar su vida. Estaban allí ocupandose de ella.

No podía perderla. No me quedaba nadie ya.

Había estado evitando pensar en mis padres y en mi extraña situación para no deprimirme, pero estaba empezando a saturarme.

No había ido a visitar el sitio donde estaban finalmente las urnas de mis padres. No había vuelto a mi casa y ahora con esta situación de Patri, no pensaba hacerlo. Tenía miedo.

— Necesito estar sola — pedí, no sé bien para quien.

— Ven conmigo — resoplé alto. ¿Que parte de sola no pronuncié bien?

Me tomó de la mano y me llevó a su antojo por los jardines interminables de aquella propiedad.

Caminamos y caminamos y no veía el final de nuestro destino.

Observación exacta de la calle de mi vida ahora mismo.

Subimos una colina y sin soltarnos las manos, me llevó hasta un sitio tan hermoso que nunca pensé descubrir allí, en la propiedad Mcgregor...

Un campo de girasoles.

Me quedé asombrada. Mirando todo aquello. Cada pétalo amarillo parecía conformar un sol perfecto.

Estaba anonadada. Perdida entre tanta belleza.

— Si caminas dentro de ellas, te darán una paz y una luz que reanimará tu espíritu. Ven — me decía Alexander.

Tiró de mi cuerpo y nos adentramos entre cada flor de allí.

Eran enormes. Tallos muy altos que nos iban acariciando el cuerpo a medida que avanzabamos. Nos rozaban las hojas verdes de las plantas amarillas.

Abejas sobrevolaban el sitio y no pude evitar reír, viendo a Alexander esquivar asustado algunas de ellas.

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