En una noche que debería haber sido especial, Valentina Méndez descubrió la triste verdad acerca de su matrimonio: su esposo, Mateo Figueroa, le era infiel con una estudiante universitaria.
Era el cumpleaños de Mateo. Valentina había dedicado muchas horas a preparar una cena elaborada cuando el celular de su esposo, el cual precisamente había olvidado en casa, vibró con una notificación. Al revisar el mensaje, su mundo se derrumbó:
[Ay, me lastimé mientras llevaba tu pastel... ¡Me duele muchísimo!]
El mensaje venía acompañado de una fotografía un tanto sexual. Aunque no mostraba la cara, sí mostraba unas piernas que destilaban juventud: medias blancas hasta la rodilla, zapatos negros de charol, y un uniforme de colegiala azul ligeramente recogido, revelando unas bonitas piernas bien contorneadas.
La marca rojiza en su rodilla era visible, había algo perturbadoramente seductor en la combinación de ese cuerpo joven y aquel tono infantil del mensaje.
Para nadie era un secreto que los empresarios exitosos solían tener debilidad por ese tipo de amantes.
Valentina apretó el celular con fuerza cuando vio llegar otro mensaje:
[Señor Figueroa, lo espero a usted en el club Corona Real para celebrar su cumpleaños esta noche...]
Al parecer, su amante planeaba una celebración mientras ella había preparado una cena que se enfriaba triste en casa.
Sin pensarlo dos veces, agarró su bolso y se dirigió al restaurante. Necesitaba ver con sus propios ojos quién era la mujer que estaba destruyendo su matrimonio.
La sorpresa que le esperaba en Corona Real fue aún más desconsoladora que la infidelidad por sí misma. Antes de poder entrar, se encontró con sus padres, Ángel Méndez y Catalina Montoya.
—¿Papá? ¿Mamá? ¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó desconcertada.
La mirada que intercambiaron estaba cargada de culpa antes de que él respondiera:
—Tu hermana ha vuelto hoy al país. Hemos venido aquí con ella.
¿Luciana?
A través de los ventanales del restaurante, Valentina quedó hecha un ocho al ver a su hermana vistiendo exactamente aquel uniforme de colegiala que había visto en la fotografía.
La revelación la golpeó peor que una cachetada: la amante de su esposo era entonces su propia hermana.
Luciana siempre había sido la más guapa de la familia, y era considerada como una de las más bellas de la ciudad Nueva Celestia, y era especialmente famosa por ese par de piernas seductoras. Las mismas que le habían servido para cautivar a tantos hombres, ahora le servían para seducir a su propio cuñado.
—Pues veo que soy la última en enterarme —dijo Valentina con una risa amarga.
—Seamos honestos, el señor Figueroa nunca te ha amado —respondió su padre, evitando su mirada.
Su madre fue aún más cruel:
—¿Sabes cuántas mujeres en Nueva Celestia desean al señor Figueroa? Es mejor que esté con tu hermana que con cualquier otra.
—¡También soy su hija! —exclamó Valentina, conteniendo las lágrimas.
Cuando intentaba marcharse, la voz de su madre la detuvo:
—Dime, por favor, la verdad, ¿alguna vez se ha acostado contigo?
El silencio de Valentina fue suficiente respuesta.
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