Las ocurrencias de Camila la hicieron reír, desde anoche no había parado de despotricar contra Mateo y Luciana, su energía era impresionante.
En realidad, ella ya había aprendido a sanarse en medio del caos. Desenvolvió un chocolate y lo puso en su boca; la dulzura que inundó su paladar le dibujó una sonrisa: —Camila, descansa un poco. Ya nos ocuparemos de cobrarnos por cada agravio.
Camila sabía que su amiga iba a darles una lección a todos, ella era formidable. Solo le dolía ver el proceso; verla romperse y recomponerse cada vez, no imaginaba cuánto dolor debía sentir.
En ese instante, se escucharon algunos sonidos provenientes desde el cuarto de trastes. Valentina dejó el libro: —Empecemos con el director Estrada.
Ayer, Valentina sedó a Mario y mandó que lo llevaran a su apartamento. Cuando entraron al cuarto donde lo habían encerrado, atado y amordazado, comenzó a forcejear agitadamente.
Camila le quitó la mordaza, pero Mario solo miraba a Valentina con desprecio: —¿Cómo te atreves a sedarme? ¿Sabes quién soy? Conozco a la Doctora Milagro, tu madre me necesita. ¿Quién te crees, campesina? Deberías agradecer que me fijé en ti.
Notó que su amiga se preparaba para abofetearlo, pero la detuvo. Se acercó al hombre con calma y lo miró desde arriba: —¿Dices que conoces a la Doctora Milagro?
Él presumió orgulloso: —¿También conoces su reputación? Te diré algo: la Doctora Milagro es una eminencia médica, una santa. Una pueblerina como tú jamás la conocería, pero yo sí. Valentina arqueó una ceja y esbozó una sonrisa divertida: —¿Tienes pruebas?
—Tengo su número en mi teléfono. Puedo llamarla ahora mismo frente a ti.
Asintió: —Adelante, llama.
Aferrando su teléfono, se giró lentamente.
Valentina seguía detrás de él, pero ahora tenía un teléfono en la mano. Ella parpadeó con aire juguetón y sonrió enigmáticamente: —director Estrada, felicidades. Ahora sí conoces a la Doctora Milagro.
Mario quedó paralizado, jadeando de asombro, mirando con incredulidad a la mujer que tenía ante él. Ella llevaba un vestido largo que caía con gracia hasta sus delicados tobillos y seguía viéndolo con una leve sonrisa como quien mira a un payaso haciendo piruetas para su diversión.
Sus piernas flaquearon y cayó de rodillas ante Valentina.

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