La pequeña Valentina tuvo que reemplazar a aquella pobre mujer, lavando la ropa y cocinando todos los días, además de soportar las palizas de Gonzalo.
Él le jalaba el cabello, la pateaba, y a veces la azotaba con un cinturón.
Aquellos días fueron difíciles de soportar.
Poco a poco fue creciendo y su belleza comenzó a destacar en aquel entorno rural. Fue entonces cuando comenzaron a suceder cosas mucho peores.
La mirada de Gonzalo se volvió lasciva. La forzaba a sentarse en sus piernas y la besaba en la cara con su boca apestando a alcohol y sudor.
Por las noches, cuando se bañaba, cerraba la puerta con mucho cuidado, pero al voltear, veía un par de ojos perversos y excitados mirándola a través de la rendija.
Esa fue una pesadilla que la persiguió durante toda su infancia.
Una vez, él había traído a dos amigos para beber en la casa. Ellos preguntaron, riendo: —¿Por qué no buscas una nueva esposa?
Él rio, perverso: —¿No ven que estoy criando a mi nueva esposa en esta casa? Solo hay que esperar a que crezca un poco más.
Sus amigos la miraron y entendieron de inmediato, llenos de envidia: —Qué tierna es, ¿por qué nosotros no tenemos tanta suerte?
Asustada, huyó y con manos temblorosas marcó el número de Catalina desde un teléfono público.
La llamada conectó y las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas. Entre sollozos desesperados, suplicó: —Mamá… por favor, sálvame...
Del otro lado se escuchó la voz alegre y altiva de Luciana: —¿Quién eres? Este es el teléfono de mi mamá, no de la tuya. Mi mamá solo tiene una hija.
Se paralizó.
Pronto se escuchó la voz dulce y amorosa de Catalina: —Princesa, hoy es tu cumpleaños. Ven a ver la corona de perlas que mamá te compró. Tus compañeras de clase ya llegaron y te están buscando, después harás tu presentación de baile.
Escuchó a Luciana, feliz: —Gracias, mamá.

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