Axel Vega Lazcano
León, Guanajuato, México
–Amaia, ahora dime que no vas a volver a comportarte así – Le ordené – Eso, si quieres que siga, si no lo haces, me voy a detener.
–No Axel, no por favor, no te detengas – Me suplicaba.
–Dime lo que te he ordenado que digas, cariño. Hazlo. – Exigí.
Ella no decía nada, yo tuve que poner más presión para hacerla desesperar aún más, comencé a introducir uno de mis dedos en ella, y empecé a entrar y salir de ella con mi dedo, lo que desató al tope su excitación y comenzó a gemir sin control, después metí otro dedo y la besé para escucharla gemir en mi boca.
–Axel, ya por favor…
–Dime lo que te ordené, Amaia. Si es que quieres que pase algo más, que yo con verte, así como estás ahora, me puedo dar por bien servido.
Le estaba dando la oportunidad de que aceptara su culpa, para poder satisfacerla, lo que había hecho no se podía volver a repetir. No le iba a aceptar una más de sus tonterías.
–No volveré a comportarme así – Dijo agitada – Por favor Axel, hazme tuya que no puedo más.
Estaba como la quería ver suplicándome que la hiciera mía, pero esto que había hecho tiene su precio y lo va a pagar.
–Córrete para mí y veremos.
Besé a Amaia con intensidad y seguí acariciando su botón sagrado y penetrándola con mis dedos, logrando lo que yo pedía lograr, sacarle un muy buen primer orgasmo, al que le siguió otro y otro más. Entonces me dispuse a quitarme el pantalón, el bóxer y me puse el preservativo para ahora sí, hacerle el amor. Era tan excitante cuando entré en ella, que no puedo describirlo.
–Axel, te amo…
No la dejé terminar, estaba muy enojado, ahora sus palabras no me harían cambiar de parecer, le daría lo que tanto me había pedido, pero no de una forma dulce.
–Callada, Amaia. No digas nada, concéntrate en lo que te voy a hacer sentir.
Ella estaba desesperada mientras la besaba y la penetraba al mismo tiempo, que intentaba zafarse de las manos, pero era inútil, la había amarrado de modo que no pudiera soltarse, pues sabía que quería tocarme. Pero ahora el que manda soy yo.
Seguí embistiéndola, hasta perder la cuenta de cuantas veces la hice correrse esa noche, que cuando ya estaba por correrme yo, me separé apenas de ella para desatar sus manos, que ella al sentirlas libres las posó alrededor de mi espalda, mientras yo aceleré el ritmo de mis embestidas para llegar juntos al paraíso. Me había desahogado de esa manera, la quería castigar por haber puesto en riesgo su salud.
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