Amaia Domínguez García
León, Guanajuato, México
El volvió a abrazarme y me atrajo a sus brazos, nos empezamos a besar lento y despacio, lo que provocó una mayor desesperación entre los dos, yo sentía que me derretía en sus brazos y que mientras me besaba todo el mundo dejaba de girar, para detenerse en ese momento en que sus labios y los míos se dejaban llevar por toda la pasión y el deseo que ese beso encerraba.
Axel, sin pensar, me levantó en sus brazos y me sentó en la mesa del comedor y yo involuntariamente presa de la desesperación que me estaba haciendo sentir con solo besarme, abrí las piernas y él se colocó entre ellas, para después bajar su cabeza y besar mi cuello y haciendo que me quisiera hacer para atrás, su tacto me hacía ver estrellas.
–Axel, hazme el amor aquí – Le dije muy agitada – Ya no aguanto más.
No sabía que era lo que tenía Axel, que desataba en mí unas ganas intensas de que me poseyera en el lugar donde estuviéramos, me nublaba la razón y lo deseaba con locura.
–Amaia, tenemos que calmarnos, estamos en casa de Ale.
No debí decir nada, cuando de golpe él me soltó y me bajó de la mesa y fue justo a tiempo. Ale a los pocos segundos entró a la casa, lo bueno fue que no sospecho nada, al vernos tan cerca, se me bajó de un tirón las ganas que tenía.
–Ya están los dos aquí, vamos a desayunar – Nos dijo Ale – Ya traje el pan que nos faltaba para completar el desayuno.
–Ale, le estaba diciendo a Axel que no encuentro mis cosas de matemáticas – Dije para aligerar tensión y porque era cierto, además – Yo creo, que las recogiste tú.
–Están encima del ropero de la recámara tuya y de tus sobrinas, ahí lo puse con eso que dejas todo tirado siempre, hermanita.
–En eso no le puedo discutir nada a Ale – Axel le dio la razón – Es como hace en el despacho, deja todo por ningún lado.
–Gracias por la ayuda – Lo miré divertida, se veía guapísimo con ese traje azul a rayas, que me despertaba todos los bajos instintos hacia él – Pero tú no eres muy ordenado que digamos, Axel.
Tampoco se podía salvar porque también era un poco desordenado, aunque no más que yo.
–Cierto, la ordenada de nuestro dúo de trabajo siempre he sido yo – Presumió Ale – Pero ya, vamos a desayunar que tenemos todos que irnos, nosotros a trabajar y tú al Tec, Amaia.
–Sí, desayunemos.
Nos sentamos a desayunar y después de terminar. Llegó la señora que le ayudaba a Ale con el aseo, ella recogió la mesa. Yo entré a lavarme los dientes a la recámara y fui por mis cosas de matemáticas a la recámara que compartía con mis sobrinas, ya con todo en mano.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Socio de mi padre