Sonia solo se sentó en el auto de Tobías y no hablaron en lo más mínimo durante el trayecto. Pronto llegaron a la vieja mansión de la familia Furtado. Rosa Furtado vivía en los suburbios. Le encantaba la tranquilidad; a menudo meditaba y rezaba, y solo unas pocas mujeres la atendían.
Sonia pudo oír la tos de la anciana a lo lejos. El rostro de la señora era pálido y no parecía gozar de buena salud.
—Ve y quédate junto a la puerta —ordenó Rosa en tono frío a su nieto y luego, llevó a la joven al interior de la casa.
—Quién iba a pensar que, al poco tiempo de irme, ocurriría algo tan importante. Sonia, esta vez fuiste demasiado impulsiva.
Sabía que la anciana se refería a su divorcio con Tobías. Avanzando despacio, tomó la mano de la anciana, por lo general fría, y sonrió un poco.
—Gran señora Furtado, debería alegrarse por mí. Por fin puedo ser yo misma, ¿verdad?
La anciana miró a su nieto, que estaba afuera, con un leve dolor en la mirada, y se giró viéndose algo triste.
—Tobías, ese niño tonto. ¿Cómo pudo dejar ir a una esposa tan buena como tú? Y ahora, ¡hasta te has dirigido a mí como la «gran señora Furtado»!
Sonia se sobresaltó y pudo sentir cómo se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Abuela.
Rosa palmeó el dorso de la mano de la mujer.
—Sonia, doy fe de tus sentimientos por Tobías durante estos años. ¿De verdad puedes dejarlo ir?
—No tengo otra alternativa que dejarlo ir, abuela.
La joven sintió amargura en su corazón. «¿Y qué si no puedo dejarlo ir? Ya es suficiente».
La anciana la abrazó y le acarició con suavidad la espalda para reconfortarla.
—No te culpo por divorciarte de Tobías. Sabía que este día llegaría tarde o temprano. Es él quien no tiene la suerte de estar contigo.
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