La tenue luz de una lámpara amarilla y llena de bichos titilaba en el centro del bar, arrojando sombras danzantes sobre las mugrosas mesas de madera. El murmullo de voces, risas y el tintineo de vasos llenos de licor llenaban el aire. No era particularmente un buen lugar a donde ir, pero Ivetta le había conseguido un solo nombre: Taniyn, y el único lugar donde podían encontrarlo era aquel.
Así que se puso lo más feo y ancho que encontró para no buscar problemas, y entró en aquel lugar. Estaba a punto de preguntar por él en la barra cuando uno de los borrachos del bar se acercó a ella, mirándola de manera lasciva y tratando de manosearla, pero ni siquiera le dio tiempo a defenderse, porque apenas se revolvió alguien se lo quitó de encima.
El borracho cayó sobre una mesa, rompiéndola, y de inmediato diez más se levantaron de sus mesas viendo el conflicto a punto de surgir.
—¿Y a ti quién te dio permiso para toquetear a mi mujer, Zaid? ¿¡Quieres perder la cabeza justo después de perder la mano!?
Los que al parecer eran sus amigo enseguida intentaron a ayudarlo a levantarse mientras se acercaban amenazantes.
—¡¿Y tú por qué te metes!? —le espetaron—. ¿Zaid no tiene derecho a pasarla bien? Cualquier mujer sabe a lo que se arriesga si entra a este lugar, solo es un sitio para putas, así que si no…
El grito salió de su boca desde lo más hondo de sus pulmones mientras el hombre que hablaba se agarraba una pierna. El disparo con silenciador se había ahogado en las protestas de todos y nadie se había dado cuenta de que uno de ellos tenía un hoyo en una pierna hasta que estaba en el suelo junto a Zaid, sangrando y gritando.
—A ver, me importa un carajo las reglas que tengan, la mía es muy clara. Me da igual a quién toqueteen mientras no sea a mi mujer.
—¡Ella no es tu mujer, Taniyn! ¡Ni siquiera la habíamos visto por aquí antes…! —intentó replicarle otro pensando que era una excusa para apartar a Jana de ellos.
Pero apenas Jana escuchó su nombre todo cambió, y se acercó rápidamente a él.
Ese era el hombre que estaba buscando, así que para sorpresa de todos enredó los abrazos en su cintura y se pegó a su cuerpo con una sonrisa seductora.
—Cariño, ya no perdamos más tiempo con esta gente. Vine desde muy lejos para poder verte.
—Y yo no te di permiso para que lo hicieras —gruñó el hombre con voz ronca bajando la mirada hacia ella y Jana se sorprendió de encontrarse con aquel par de ojos azules—. Así que me vas a explicar muy bien por qué viniste sin autorización.
Los hombres en el bar intercambiaron miradas perplejas, pero algo que sí eran capaces de entender era a un hombre castigando a su mujer por desobedecerlo, así que el tumulto se fue dispersando mientras el hombre tomaba la mano de Jana y la conducía fuera del bar.
—No digas ni una sola palabra —murmuró él en tono bajo, empujándola apurado mientras tomaba un viejo velo tendido fuera de una casa y lo ponía sobre su cabeza, arrastrándola lejos de allí.
Caminaron varias calles en el más absoluto silencio hasta llegar a una posada cercana, donde él la hizo subir las escaleras y entrar a una habitación que increíblemente no estaba tan mala. Una vez dentro, el hombre cerró la puerta con llave y se volvió hacia Jana, que por un momento se estremeció pensando en que podía estar en peligro y ni siquiera se había resistido.
Sin embargo el primer movimiento de aquel hombre fue encender una luz fuerte, quitarse el sombrero y acercarse a ella mirándola de arriba abajo.
—¿Estás bien? ¿No te pasó nada?
Durante un largo momento Jana ni siquiera pudo despegar los labios. No era árabe, más bien parecía alemán o danés. Tenía el cabello oscuro y unos ojos azules penetrantes. Alto, con unos músculos que daban forma a la camisa oscura, y una expresión severa y peligrosa.
—No… este… no me pasó nada.
Él asintió y se alejó de ella.
—Lo siento si fui demasiado brusco —le dijo rebuscando en el pequeño closet de la habitación por una botella—. No habría podido defenderte sin ser mi mujer, esto es zona de guerra, princesa, las mujeres como tú son más codiciadas que los animales exóticos. ¿Entiendes eso?
—Lo sé… Sé que no debería estar sola en un lugar así, pero es que realmente me urgía encontrarte.
El hombre arrugó el ceño.
—¿A mí?
—Eres Taniyn, ¿no?
—Así me dicen aquí —respondió él sentándose en una de las sillas y le mostró la otra para que hiciera lo mismo.
—¿Te dicen? No es tu nombre… —entendió ella—. No eres de aquí.
—Tú tampoco —advirtió él como si fuera algo natural.
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