Rose se sentó en la cama con una sonrisa mientras veía a los cachorros. Dos mastines italianos de unos seis meses, evidentemente no preparados para el entrenamiento porque no traían cortadas las orejas ni las colas, ¡así que les castigarían las pantorrillas a toda la familia como venganza! Eran juguetones, alborotadores y parecían dos pequeños osos regordetes.
—Ya sabía yo que no eras tan dura. —Lo escuchó decir desde la puerta y levantó una ceja desafiante en su dirección.
—Pues no, no soy tan dura porque ellos son unos amores precioso. ¿Verdad cosita linda, quieres un besito? ¿Sí, y tú también? —Por un instante Karim la miró como si quisiera ser uno de esos cachorros para que ella lo abrazara—. ¿Esta fue idea tuya?
—Cien por ciento —respondió él.
—Me encantan —sonrió Rose saliendo de la cama y acercándose a él despacio—, pero esto no significa nada, ni por asomo.
—¡Qué terca eres! —rezongó él y la respuesta fue una carcajada traviesa.
—¡Qué bueno que me vas conociendo! —le dijo antes de llevarse dos dedos a la boca y lanzar un silbido estentóreo.
Los cachorros se lanzaron de la cama tras ella y Karim hizo un puchero, porque aquella pequeña manada ya tenía alfa y él no estaba en ella. Sin embargo algo no podía negarse: Rose estaba en las nubes con los perritos. Estaba más feliz así que en algún momento la chiquilla tenía que aflojar, ¿no?
Se quedó terminando de construir el horno y buscando opciones para hacer un par de casitas a los cachorros, mientras ella se iba a la universidad, y luego a ayudar con lo que pudiera en el próximo evento de la compañía al que por supuesto Chris y Mala no tardaron en invitarlo.
Esa tarde él y su futuro suegro pusieron el último ladrillo y Karim se fue a comprar la carne para preparar aquel asado que lo había llevado de cabeza a la mansión Moe.
—¡No, no me puede acompañar, señor Chris, la receta es alto secreto de la familia Rossi! Solo mi padre puede dar autorización para transmitirla —dijo con dramatismo aunque en realidad la receta de la porchetta estaba por todas partes en internet.
En el supermercado más cercano cargó la camioneta con varios sacos de carbón y luego se dispuso a comprar la carne. Compró todo lo que necesitaba, pero apenas estaba regresando al auto cuando una camioneta oscura llamó su atención al fondo del estacionamiento subterráneo. Puso todo en la cajuela y con gesto imperceptible levantó un poco uno de los asientos traseros. La pistola que había debajo de él estaba perfectamente cargada y Karim le quitó el seguro antes de metérsela en el cinturón a la espalda, debajo de la gabardina oscura.
No era un hombre de andarse por las ramas, así que caminó con paso firme hacia la camioneta, y estaba ya a menos de dos metros cuando dos hombres se bajaron de ella.
A Karim no le sorprendieron ni las túnicas ni las kefias, porque ya imaginaba que eran árabes quienes venían en su busca. No era la primera vez que el mundo de su padre biológico intentaba ponerse en contacto con él, pero normalmente sus enviados solían ser más agresivos que solo quedarse en una camioneta viéndolo de lejos.
—Príncipe Nhas... —comenzó a decir uno de los hombres inclinándose, pero la voz tajante de Karim lo interrumpió.
—Ni siquiera se atreva. Jamás fui Karim Nhasir, siempre he sido Karim Rossi y eso no va a cambiar —siseó con molestia—. Creo que ya he dejado eso claro varias veces, así que puede decirle al rey que deje de perseguirme, porque no soy una amenaza para su heredero. No voy a volver a pisar Arabia ni por equivocación.
—¡No, espere...! —se adelantó otro y Karim le dirigió una mirada que lo hizo bajar los ojos de inmediato, no sabía si por respeto o por miedo—. No vinimos de parte del rey.
—¿Cómo dice?
—No estamos aquí en representación del Rey, sino de las Doce Tribus. Por favor déjenos explicarle. ¿Aceptaría tomar un té con nosotros? —le ofreció el hombre con las cejas juntas de expectación y Karim respiró profundo.
Sabía que rechazar un simple té o un café con ellos se consideraría una ofensa, y también sabía que era incorrecto ofender a alguien antes de conocer sus intenciones.
—Muy bien, puedo aceptar un té —declaró—. Los sigo.
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