CAPÍTULO 1. Del odio al Registro Civil
El plan era sencillo: entrar, decir lo que tenía que decir, patearle el ego y salir antes de que alguien la reconociera.
Maggie Kingsley llevaba un gorro de lana gris bajado hasta las cejas, unas gafas de sol gigantes —de esas que gritan “soy famosa y no quiero que me veas” mientras atraen toda la atención—, y un abrigo que parecía haber sido diseñado para ocultar un cadáver, o varios. Total, si ya había cometido el error de meter a Jackson Wyndham en sus bragas, ya no podía hacer nada peor.
Se movía por los pasillos de Wyndham Medical de Manchester como una agente encubierta; lo irónico era que todo el maldito edificio ya hablaba de ella.
—¿Es la doctora Kingsley? —susurró una recepcionista a otra, disimulando tan mal que hasta la máquina de café rodó los ojos.
—Imposible —respondió la otra—. Margaret Kingsley jamás usaría ese gorro, ella es una dama muy refinada.
El problema era que “refinada” solo era una cualidad aleatoria, porque Maggie era muchas cosas —terca, brillante, dramática, competitiva hasta niveles olímpicos— pero no era tonta. Sabía perfectamente que, después del… “incidente” con el heredero de la familia Wyndham, los rumores en el Colegio Médico de Manchester eran peores que una plaga de langostas; o que una diarrea postoperativa, para usar una metáfora más del ramo.
Sin llamar, sin tocar, sin detenerse a respirar, Maggie empujó la puerta de la oficina del director ejecutivo con una furia muy mal disimulada.
—¡¿Se puede saber qué demonios te pasa, Jackson?! —le gritó quitándose el gorro y dejando que aquella cabellera roja se le desparramara sobre los hombros.
El hombre frente a ella, que llegaba fácilmente al uno noventa de estatura, exótico, distinguido musculoso y con un cerebro jodidamente brillante, la miró como si fuera una abeja molesta a la que quisiera espantar y no pudiera.
¡Era tan atractivo como odioso! En especial cuando se sentaba detrás de aquel enorme escritorio de roble, como si fuera el rey de Inglaterra, y no el imbécil que había arruinado su vida con una sola noche de debilidad y una botella de whisky escocés del bueno.
“¡OK, varias noches!” pensó Maggie con impotencia mientras él se levantaba de su silla.
—Buenos días, Margaret —dijo con tono gélido, aunque la comisura de su boca traicionaba una satisfacción perversa.
—No me llames Margaret. —Ella cerró la puerta de un golpe que hizo temblar los diplomas enmarcados en la pared—. Y no me digas “buenos días” cuando sabes perfectamente que se me está cayendo el mundo encima. ¿Quieres que sean buenos? ¡Tírate por el balcón!
—No tengo balcón.
—¡Lo que tienes es un palo metido en el trasero, maldito egocéntrico! ¡Afuera está lleno de periodistas! ¿No podíamos vernos en otro lugar?
—Veo que el disfraz de espía no funcionó —dijo él con esa voz ronca llena de sorna que siempre la hacía querer ahorcarlo.
—¿Qué demonios quieres, Jackson? —lo acusó ella poniendo los ojos en blanco.
Y sin esperar a que él la invitara, se dirigió a su mesita de servicio y se sirvió un trago para contrarrestar la adrenalina, pero antes de que pudiera llevárselo a los labios, Jackson se lo quitó bruscamente de la mano.
—¿Se te olvida lo que pasó la última vez que bebimos? —la increpó y Maggie apretó los labios.
—¡Un error fue lo que pasó…! ¡Un lapsus…!
—Más bien una catástrofe con consecuencias ridículamente desproporcionadas —gruñó Jackson mirándola a los ojos—. Unas consecuencias con las que vamos a tener que lidiar lo mejor que podamos si no queremos que el escándalo nos hunda.
Maggie se cruzó de brazos y levantó una ceja divertida.
—¡Por favor! —bufó con impotencia—. ¡Tu familia tiene suficiente dinero como para tapar todas tus porquer…!
—Estás embarazada —sentenció Jackson y la vio tambalearse, con los ojos abiertos como platos.
—¡¿Perdón?!
—Tienes aproximadamente ocho semanas. El embrión mide unos dieciséis milímetros. El tamaño de una frambuesa, si prefieres algo más poético.
El silencio que siguió fue tan denso que probablemente adquirió masa y gravedad propias.
—¿El qué…? ¿Cómo sabes…? No puede ser…
—Tengo un contacto en el hospital donde te hiciste los análisis de sangre cuando nos rescataron —respondió Jackson sin inmutarse—. Y le pagué muy bien para que me los trajera a mí antes que a nadie.
Maggie lo miró como si acabara de declararse fanático del fútbol americano.
—¡¿Me robaste mis análisis médicos?! —le gritó furiosa.
—Era una urgencia, y técnicamente solo los interpreté. Soy médico. Lo hago con resultados todo el tiempo.
—¡Eres un maldito desquiciado sin límites! ¡Un vil manipulador! ¡Un…!
—Un hombre que debió haber mantenido la verg@ es sus pantalones —la interrumpió, con una calma tan elegante como resignada señalándola de arriba a abajo con evidente desprecio—, pero esto es lo que hay.
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