La expresión de Abel decayó.
—Tía Juliana, mi madre no estaba en el jardín cuando ocurrió el incidente.
—¿Y Alana? —preguntó Juliana—. ¡Creo que hay algo sospechoso en ella!
—Estaba en la pista de baile conmigo —explicó Abel algo reticente.
—De acuerdo, como quieras —dijo Juliana—. ¡Vigilemos de cerca a nuestros propios hijos y minimicemos nuestras interacciones entre familias!
Era obvio que se refería a Emma y Abel. Las dos personas parecían incómodas.
—Sí, Abel —Adrián se acercó para ponerse al lado de Emma—. Te agradezco mucho que salvaras a mi hijo, pero lo que pase después es solo de nuestra familia. Deberías irte.
«...».
Abel miró a Evaristo, que dormía en la cama del hospital. El niño estaba en mejor estado que antes. Asintió a Emma antes de salir de la sala. Ella pudo escuchar el eco rítmico de sus pasos por el pasillo hasta llegar al ascensor. De algún modo, se sentía vacía por dentro, como si ella y Evaristo perdieran un hombro en el que apoyarse.
«Qué extraño. ¡Creía que el padre y los abuelos de mis hijos estaban aquí conmigo!».
Abel salió del hospital. El viento nocturno soplaba con fuerza, pero él no sentía frío alguno. Tomó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Iba a buscar un encendedor cuando Lucas le mostró uno a su lado. Abel arrugó un poco las cejas mientras daba una calada. El ambiente de la habitación del hospital le incomodaba. Lo hacía sentir todavía peor tener que dejar allí a Emma y a Evaristo. Sin embargo, Adrián tenía razón. Lo que pasara después no tenía nada que ver con él. Solo era un extraño.
—¿Vamos a casa, Señor Rivera? —preguntó Lucas.
—Vamos a tomar algo.
Abel apagó el cigarrillo después de unas cuantas caladas. Tiró el cigarrillo a la basura y se dirigió hacia su auto. Lucas se dio la vuelta y miró hacia la ventana donde estaba la habitación de Evaristo. Podía imaginarse lo que estaba pasando dentro.
«¡Ay!, todo se debe a aquel error de hace cinco años. ¡Emma debería estar con Abel y no con Adrián!».
Abel manejaba, así que Lucas se sentó en el asiento del copiloto. Fueron a un bar llamado Recuerdos Dorados. Abel no llevaba mucho tiempo en el país, así que la gente del bar no sabía quién era. Aun así, el bullicioso ambiente del bar se apaciguó un poco después de que él entrara en el local con un porte gélido. Los asistentes masculinos se hicieron a un lado y dejaron paso a Abel, mientras que las asistentes femeninas jadeaban y se preguntaban quién era el misterioso hombre.
—¡Vaya, tiene el porte de un diablo, pero el aspecto de un ángel!
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Doctora Maravilla