—¡Que antes haya dicho que eras mi tío no lo hace verdad! ¡Déjame en paz!Regina Morales logró salir de la tina con dificultad.
«Qué estupidez haber venido con él a un hotel», pensó. Sabía perfectamente que él nunca la había tratado bien.
—¿Piensas salir así?
Su voz, cargada de un matiz indescifrable, resonó a sus espaldas.
Regina, que ya tenía la mano en la perilla, se detuvo. Bajó la mirada.
Estaba empapada. La tela del vestido veraniego, ya de por sí fina, se le adhería al cuerpo de forma incómoda. Dejando una zona particularmente expuesta.
Salir en ese estado era impensable.
Apretó la mano en la perilla, se cubrió el pecho con la otra y abrió la puerta.
No salió. En cambio, lo corrió con sequedad:
—¡Salte! ¡Necesito descansar aquí!
Gabriel sacó un cigarro y un encendedor del bolsillo y lo prendió.
—Ven acá. Cuéntame qué pasó.
Regina ya se sentía fatal, pero Gabriel parecía empeñado en poner sal en la herida.
No tenía ganas de desahogarse, menos con él.
Verlo le traía a la mente a Jimena, y la vez que le había ayudado a entregarle una carta de amor.
Su relación siempre había sido conflictiva; por Jimena, en aquel entonces, había perdido toda dignidad.
¿Y cómo le pagaba Jimena?
Cuanto más pensaba Regina, más crecía su rabia, avivada por el alcohol. Miró a Gabriel, el hombre que Jimena había amado durante cuatro años sin éxito.
Jimena le había quitado a su novio.
«Si me acuesto con Gabriel… ¿no sería una forma de desquitarme?»
La impulsividad es momentánea.
Con la cabeza ardiendo, Regina cerró la puerta, bajó la mano que cubría su pecho y caminó hacia Gabriel.
El vestido mojado dibujaba la silueta curvilínea y delicada de la joven.
A sus veintidós años, su cuerpo había florecido por completo.
Gabriel la observó con mirada profunda, sin apartar la vista de aquella escena llena de vida y sensualidad, sin el menor asomo de recato.
Cuando la tuvo cerca, la visión fue aún más clara. Su nuez de Adán se movió, pero antes de que pudiera articular palabra, Regina se puso de puntitas, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó con abandono.
Un beso urgente, torpe, desordenado, que aterrizó en sus labios.
Cargado de locura y de un temblor perceptible.
Gabriel no esperaba esa reacción. El cigarro se le cayó de la mano. Se quedó rígido, todos sus músculos tensos en un instante.
Reaccionó pronto, la apartó de sí de un tirón y la hizo a un lado. Su expresión se endureció al reprenderla:
—¿Sabes lo que estás haciendo?
Regina había planeado entregarse a Maximiliano ese día.
Pero él estaba con Jimena.
Gabriel era el hombre que le gustaba a Jimena, y además, era más atractivo que Maximiliano.
Lo mirara por donde lo mirara, no salía perdiendo.
—¡Claro que sé!
Aprovechando un instante de distracción de él, Regina se zafó y volvió a lanzarse sobre él como una gata, besándole los labios, el mentón. Con los ojos nublados, dijo con voz lastimera:
—Hoy es mi cumpleaños, Gabriel… ¿no puedes tratarme bien, por una vez?
La chica había depuesto las armas; el erizo desafiante se había transformado en un conejito de ojos enrojecidos.
Gabriel volvió a sujetarle las manos con rapidez y le tomó el mentón.
—¿Y cómo sería tratarte bien?
—¡Quiero que te acuestes conmigo!
Aunque quizá lo había intuido, la respuesta lo desconcertó un poco.
Contempló aquel bello semblante, tan cercano que no se distinguía ni un poro. Unos ojos empañados por la humedad, llenos de fragilidad y desamparo, que inspiraban ternura.
Los labios, de un rosa pálido, eran suaves y muy tentadores.
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