Esto debía ser un castigo. De hecho, no sólo era eso. Era pura tortura. Nunca en mi vida había sentido un dolor así. Sentí como si me hubiera atropellado un tren varias veces cuando Roberto por fin se quitó de encima.
Mientras se vestía, estaba de espaldas, en todo su perfecto y musculoso esplendor. Yo me quedé sentada en el sillón, sin nada más que un cojín para cubrirme el pecho. Mi ropa estaba desgarrada y yacía en jirones en el suelo. Él caminó a los cajones, sacó una camisa y me la pasó. Me la puse de inmediato, abotonándola desesperadamente. No tenía pantalones. Cuando llegué, llevaba un vestido de lana. Una prenda de una pieza. Puede que su camisa me quedara grande pero no podría simplemente salir sin usar nada y con las piernas descubiertas.
Me puse de pie con dificultad, el cuerpo entero me dolía.
―No tengo pantalones.
Se volvió hacia mí y me echó una mirada de fastidio y desprecio.
―Haré que mi secretaria te traiga unos más tarde.
―Usamos diferentes tallas. Su trasero es más grande que el mío.
―Veo que eres muy observadora.
Se abrochó los botones de la camisa, se ajustó la corbata y luego se encogió de hombros en su saco. Se veía extremadamente presentable, como si fuera un hombre totalmente diferente del que se había portado como una bestia hace unos momentos. Se paró frente al espejo mientras se desarrugaba la ropa y se abrochaba los puños con cuidado. Las mancuernillas brillaron a la luz y casi me cegaron.
Acababa de abusar de mí sin razón alguna. Tenía que saber por qué.
―Entonces. ―Me hice un ovillo en el sillón, con las piernas escondidas bajo su enorme camisa―. ¿Soy tu tapadera?
El reflejo de su lindo rostro en el espejo no mostraba emoción: ni alegría y enojo. La cara de Roberto no siempre estaba inexpresiva. Sólo ocurría cuando estaba lidiando conmigo. Una vez lo vi charlando con sus amigos. Sus brillantes dientes habían estado a plena vista cuando había sonreído. No me respondió, así que tomé su silencio como un sí.
Qué sorpresa. Habíamos estado casados por seis meses. Ni siquiera había dado un pelo por mí. No le interesaban las mujeres en absoluto. ¿Entonces por qué me había tratado así hoy? ¿Era porque había arruinado su momento con Santiago? No tenía otro desahogo para sus deseos, ¿por eso me había usado?
No tengo amigos homosexuales así que quedé bastante intrigada por todo el asunto.
―Roberto, ¿los hombres como tú también desean a las mujeres?
―¿Hombres como yo?
Por fin decidió hablarme. Era un tipo superficial. Se estaba tomando todo el tiempo del mundo con la corbata. Con lo que se estaba tardando, podría haber hecho una llamativa prenda floral de origami.
―No te juzgo ni nada. Sólo siento curiosidad.
―¿Me estás llamando gay?
Por fin se dignó en concederme una mirada.
―¿De qué otra forma debería llamarte?
Se echo a reír.
―¿Cómo te enteraste?
―Santiago estaba manoseándote el trasero. ¿Debería buscar alguna otra cosa?
Se acercó a mí. Apretaba con fuerza el respaldo del sillón mientras se inclinaba hacia mí, mirándome. No pude evitar empujarme contra el sillón. Su mirada se posó sobre una mancha en el sillón. La seguí. El sillón era de una tela color crema extremadamente claro. Se había ensuciado con una mancha que yo había dejado hace un rato. Me sonrojé a más no poder. Luego escuché que me preguntó:
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