Al no tener nada más que hacer y de los nervios tan terribles que sentía, me puse como una niña de preescolar a jugar con mis dedos, mientras yo explicaba el motivo de mi visita.
Me vio directo a los ojos, como cuestionándome esto me puse mucho más nerviosa. Pero luego, sonrió y me preguntó:
—¿Y por qué crees que debería ayudarte?
Sabía que pedirle el favor sería en vano, así que, nerviosa, sonreí tontamente y le respondí:
—Entonces, supongo que mejor olvida que vine.
Claro, después de cómo lo tratamos en el pasado, era un milagro que no buscara venganza contra toda mi familia. ¿Cómo iba siquiera a considerar ayudarnos?
¿En serio porque había venido a suplicarle? Cuanto más lo pensaba, más se me arrugaba la cara de la mucha vergüenza, era bien ilusa yo.
Di media vuelta para irme, pero él me detuvo.
—No te vayas aún—empezó—, ¿habla a ver qué estás dispuesta a ofrecerme para que te ayude? Si vale la pena, no me importaría echarles una mano.
Me quedé paralizada. Pensé y pensé, pero no se me ocurría nada que pudiera ofrecerle.
¿Quizás pues pagarle en especie?
Nah mejor dejémonos de ilusiones. Si de verdad sintiera algo por mí, en tres años de matrimonio, y durante tantas noches compartiendo en la misma habitación, habría tomado la oportunidad mil veces. Pero en todo ese tiempo, nunca me hizo tan siquiera una insinuación que demostraste que yo en verdad le gustaba.
Con la cabeza agachada, murmuré:
—Mejor en serio olvida que vine hoy.
Sin embargo, de repente se acercó. Él era mucho más alto que yo. Por lo que, viéndolo frente a mí, me sentía diminuta.
Se inclinó un poco, acercándose a mi oído, y sonrio con cautela:
—Ya que has venido vestida así, ¿para qué fingir decencia al no saber qué es lo que ofreces?
Sentí un balde de agua caerme, ¡trágame tierra! Estaba muerta de la vergüenza, quería salir corriendo.
De pronto, rodeó mi cintura y, con una sonrisa que revelaba sus intenciones me dijo:
—Fueron tres años de matrimonio, pero me los pasé durmiendo en un cubrelecho tendido en el suelo. Ese cuerpo tuyo y todos sus placeres me han sido denegados por tanto tiempo... ¿por qué entonces no me ofreces alguito de lo tuyo para pedir mi ayuda?
Abrí los ojos de par en par, pensando que había escuchado mal.
—En serio... ¿Qué fue lo que dijiste?
Sus ojos se clavaron en los míos, y yo toda hecha un manojo de nervios. Su mirada escondía un sentimiento tan oscuro que me era difícil para mí interpretar. Pero no dijo nada, solo bajó la mirada y, tiró suavemente de la tira de mi vestido, aflojándolo.
Mi cara se puso roja de la ira y la vergüenza. Lo empujé entonces con fuerza.
—¡Si no quieres ayudar, está bien, pero así no! —grité, furiosa—. ¡Tampoco esperaba que lo hicieras, pero no tienes derecho a venir a tratarme de esta manera y menospreciarme!
Mateo me miró. No pude descifrar si su sonrisa era burlona o para esconder su enojo.
—¿Así que crees que estoy humillándote? —dijo, después de pensar en qué responder.
—¿Tú acaso crees que no? —respondí, temblando de rabia.
Después de todo, su corazón pertenecía a otra. ¿Cómo no iba a ser una humillación lo que acababa de hacerme?
Mateo se giró y se dejó caer en la silla de su escritorio. Cuando volvió a verme a los ojos, su mirada era bastante seria.
—Pues como viniste vestida como si de verdad estuvieras dispuesta a convencerme, pero tu actitud dice todo lo contrario. Ya mejor vete.
Ya había asumido que no ayudaría a mi familia, así que no dije nada más y me marché.
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