Cuando Sabrina y Jonathan llegaron a casa, ella estaba tan seria que él temió de hablarle, miró su rostro con duda.
—¿Estás molesta?
Sabrina miró su rostro, negó.
—Debo ir a dormir.
El teléfono de Jonathan resonó.
—Hola —respondió—. ¿Qué dices? ¿Cómo está? Es que… no se si pueda ir, mi esposa está enferma… está bien.
Jonathan colgó la llamada, pero Sabrina pudo ver su rostro, parecía angustiado.
—¿Pasa algo malo?
Jonathan hundió la mirada, luego la miró
—Es mi padre, él se enfermó, está grave, parece que le han detectado cáncer de estómago, era mi tía, quiere que vaya a verlo, pero, ahora no es un buen momento.
Sabrina se quedó perpleja.
—¡Claro que es un buen momento! Es tu padre, ¡Él te necesita! Sé que tal vez no tengas la mejor relación, pero es tu padre, debes ir a verlo.
—Tal vez debería, pero, tú estás aquí, y no quiero descuidarte, ni tampoco a la salud de nuestro hijo.
Ella se quedó perpleja.
—¿Y si te acompañó?
Él se sorprendió.
—¿De verdad?
Sabrina asintió.
Evana estaba lista, Marcus firmó los papeles de su alta médica para llevarla a casa.
—¿Qué pasará con Pilar?
—Estará en prisión, al menos un tiempo, lo que hizo fue un intento de asesinato, tal vez imprudencial, pero lo merece, quizás el juez logre dejarla libre, no la quiero cerca de nosotros, ni ahora, nunca —dijo él
Evana asintió
—Me da algo de lástima.
—Sí, pero si algo malo te hubiese pasado, Evana, NO sé si lo hubiese soportado.
Ella sonrió, lo abrazó.
Sabrina llamó a su padre, mientras alistaba su maleta.
—¿Estás segura, hija? Es un viaje de tres horas en auto, podría afectarte a ti o a tu bebé.
—Estaré bien, padre, ¿Cómo está Evana y mi hermano?
—Todo está bien, cariño, no tienes de que angustiarte.
Sabrina colgó la llamada y observó a Jonathan
—¿Estás lista? ¿Estás segura de que quieres venir conmigo?
Ella sonrió
—Sí, estoy segura —aseveró.
Él tomó las maletas, las llevó al auto para emprender el viaje en carretera.
Evana sonreía al ver los cuidados de su marido, dándole de comer un poco de sopa en la boca.
—¿Siempre serás tan dulce?
—Solo contigo.
Ella sonrió.
—Recuerdo la primera vez que te vi, dije es un ogro.
Él alzó las cejas, sonrió.
—¿De verdad?
—Solo un poquito.
—¿Y soy un ogro?
Ella negó.
—No, eres como miel para mí.
ÉL dejó la cuchara de sopa, y besó sus labios con dulzura, intentó detener el beso ardiente, pero ella lo impidió.
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