-Yo tampoco he comido -esbocé una brillante sonrisa y dije-: ¿Por qué no desayunamos juntos?
-Tengo que asistir a una junta.
-Que no ha comenzado, ¿o sí? Todavía hay tiempo para desayunar -observé destapando la tapa del termo, de la cual surgió una intensa fragancia. Mi estómago empezó a gruñir. Habíamos tenido una sesión de ejercicios intensiva el día anterior, así que me sentía muy hambrienta. Roberto debía estarlo también, o no se habría acercado. Se adelantó hasta la mesa de centro, se sentó y cogió el termo. Comía de forma ordenada.
Me moría de hambre, pero cuando era niña mi madre me enseñó que las chicas tenían que tomar pequeños bocados sin importar lo hambrienta que estuvieran y que nunca debían engullir la comida.
Era la primera vez que comía sopa de costilla de cerdo. Las grandes piezas de carne estaban tiernas, y el jugo estalló en mi boca cuando los mordí. Disfruté tanto la sopa que casi olvidé por qué estaba ahí. Al terminar, me di cuenta de que Roberto apenas se había comido la mitad de su porción. El dolor de cabeza que sufría debía estar afectando su apetito, así como perdiendo el sueño. De pronto me sentí embargada de simpatía hacia Roberto. Aun con toda su fortaleza, seguía teniendo momentos de debilidad. Lo miré con piedad. Tenía una gran misión qué cumplir. Por supuesto, ayudarlo era ayudarme a mí misma, ya que si lograba que se reconciliara con Santiago podría divorciarse de mí antes, por gratitud.
Santiago tocó a la puerta para hacerle saber que la reunión estaba a punto de empezar. Roberto dejó la cuchara y se limpió los labios con un pañuelo.
—Me voy a mi junta. Ya puedes irte.
—Está bien, empacaré.
—Tienes cinco minutos. -Apuntó mientras se levantaba del sillón y arrojó su pañuelo al bote de basura en un tiro perfecto.
Cerré el termo y lo coloqué en mi bolsa, luego lo cargué hasta la entrada, presioné mi oreja contra la puerta y escuché con atención. Afuera estaba tranquilo. Santiago debía haberse ido también. Entorné la puerta y espié. No había moros en la costa. La oficina que estaba justo afuera de la Roberto pertenecía a Santiago, y la que estaba afuera de esa, era la de su secretaria sexy.
Salí a toda prisa, saqué la caja de regalo que contenía los gemelos y la puse de manera conspicua en el escritorio de Santiago, quien indudablemente la vería al regresar. Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había nadie acechando en la esquina. Misión cumplida, ya había hecho mi parte.
Cuando llegué a la Organización Ferreiro, aún me quedaban veinte minutos antes de mi próxima reunión, tiempo suficiente para prepararme. Imaginé lo conmovido que estaría Santiago cuando viera el regalo. Los dos se sentarían y tendrían una larga conversación, se asentarían juntos y tendrían una vida tranquila y pacífica. Estaba fantaseando con su romance cuando Abril me dio un doloroso golpe en el codo.
—¿Qué quieres? —dijo. Me había golpeado en el nervio; el dolor hizo que me encogiera, sujetándome el codo. No tenía idea de lo fuerte que era.
-Eso me dolió.
-¿En qué piensas, Isabela? Te llamé un par de veces, pero estabas con la mirada en blanco como una idiota.
—Estaba pensando.
-¿En qué?
-Abril, ¿reconciliar a una pareja que está al borde del rompimiento cuenta como una buena acción?
-¿Qué pareja? ¿Los conozco?
—Es una situación hipotética.
-¿Te desvelaste anoche? Pareces nerviosa y tensa. Ya está empezando la reunión.
Abril no entendía por qué estaba feliz. Mis instintos me decían que Roberto y Santiago hacían muy buena pareja.
No me concentré en absoluto, y cuando terminó la reunión, Silvia me detuvo antes de que pudiera volver a mi oficina.
—Isabela.
-Eh, ¿qué sucede? -respondí al tiempo que me paraba en seco.
-Escuché que Santiago se va a casar.
¿Cómo sabía Silvia? No supe qué decirle. Había escuchado sobre su matrimonio, Roberto no me lo había dicho. No tenía otra opción que hacerme la tonta.
-No sabía. ¿Con quién se va a casar?
-Melisa Quezada. Éramos compañeras en la escuela.
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