¿Quién iba a hacerlo? Yo no. Comencé a entrar en pánico mientras él continuaba mirándome. Desvié la vista y dije:
-No necesito que me enseñes nada. Ya tengo un maestro.
—¿Y quién es ese maestro? ¿Tu abogado?
-Claro que no -rebatí-. El abogado de mi padre, el señor Serrano, habló conmigo y me comentó acerca de un viejo colega de mi padre. Trabajaron juntos en la empresa por muchos años, su salud fue en declive los últimos años, así que se retiró. Pero el señor Serrano dijo que de todas formas podía acudir a él por consejo si me topaba con algún problema.
-¿Es Joaquín Codoy?
—¿Qué, lo sabes todo? -pregunté sorprendida.
-Es el miembro del equipo de directores que más tiempo trabajó. Construyó la empresa con tu padre y es el único fallándole. Deberías preguntarle lo que necesites lo más pronto posible, porque temo que no estará con nosotros durante mucho tiempo.
-¡Roberto, no le eches la sal a la gente!
-Digo la verdad. Puedes preguntar si no me crees.
-Tendré que visitarlo pronto, entonces —dije, algo molesta. El señor Godoy nos había visitado con regularidad en la residencia Ferreiro. Era un anciano amigable y pacífico, mayor que mi padre por unos años, y me había tratado muy bien; siempre me llevaba regalos, a veces eran Barbies con conjuntos de ropa y a veces libros de cuentos en los que me sumergía.
Me hundí en una sombra depresiva y cuando alcé la vista, advertí el rostro de Roberto ante el mío.
—¿Qué quieres? —espeté por el susto.
—¿A qué sabe tu bálsamo labial? —preguntó con los ojos brillantes.
Me hice para atrás, temerosa.
—No estoy usando.
—No te creo. Tus labios se ven brillantes —observó y me besó sin advertencia. Lo del bálsamo era sólo una excusa.
El libro de poesía de José Emilio Pacheco quedó apretado entre nuestros pechos, su cubierta de pasta dura e incómoda encajándose en el mío. Mi mano se deslizó por el medio, queriendo alcanzar el libro. Ahí estaba, atrapado entre nosotros, pero no podía tomarlo. Roberto dejó de hacer lo suyo y se quedó mirándome.
-¿Por qué me estás toqueteando?
-Nadie te está toqueteando. Estaba buscando...
Me agarró la mano antes de concluir.
-Aquí están mis botones.
-¡No estoy tratando de desabotonar tu ropa!
-Está bien, tómalo como un extra -dijo antes de apoyar sus labios en los míos. Me estrechó en un fuerte abrazo con la respiración pesada e irregular.
-Me duele la espalda -dije. No mentía, fue dolor de verdad; dolió mucho cuando su brazo me apretó.
Me soltó al instante, el deseo aún se reflejaba en sus ojos.
—¿Te hice daño?
-Sí -contesté.
-Perdón -dijo antes de tomar mi blusa y levantarla.
-¿Qué haces? -exclamé. Mis manos tomaron las suyas y las retiraron, a la defensiva.
-Quiero revisar tu espalda.
-Olvídalo. Me preocupa que no puedas controlar tus impulsos —repuse, bajándome la blusa—. Tengo moretones y una fisura. No podrás saber qué pasa viéndome la espalda. Pero tú, ¿te abriste las heridas con la
emoción?
—Ya lo vi todo y nada me excita -dijo él, reclinándose en la cama.
-Voltéate, déjame ver.
-Me preocupa que no puedas controlar tus impulsos.
—Pues te preocupas demasiado.
Se giró con aire obediente y le subí la camisa. Las cintas que tenía en la espalda ya no estaban. Se recuperaba con rapidez, aunque la piel de alrededor de las puntadas parecía estar algo enrojecida e hinchada.
-¿Te pusiste tu pomada el día de hoy?
-Sí.
-¿Cuántas veces?
-Un par.
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