-Una cena ligera ayuda a vivir más tiempo —dije antes de darle un sorbo al vaso. El jugo tenía un delicioso sabor cítrico.
Santiago me miró. Pude ver el atardecer en sus ojos. Eran como un lienzo y el hermoso crepúsculo los iluminaba desde adentro. Todo parecía bello cuando se reflejaba en sus ojos. Sentí curiosidad. Roberto, por otro lado, era la personificación del infierno. En sus ojos ardían los eternos fuegos de la condena. Te convertían en cenizas.
-Prepararon una selección de mariscos para la cena. También hay langosta fresca. ¡Vamos con los demás!
—Hay que dejar que disfruten un rato solos -dije—. Prefiero las langostas pequeñas. ¿Por qué a la gente le gustan las cosas grandes?
—Esa es una pregunta —dijo Santiago mientras mordisqueaba suavemente la pajilla; sus labios se veían más rojos junto al color brillante de la pajilla- cuya respuesta depende de a quién le preguntes. Todos tienen sus preferencias.
-Santiago -empecé a decir. Había una pregunta que me moría por hacerle—. Sé que no te gustan los hombres. ¿Qué tipo de mujeres te gustan? ¿Te habrías enamorado de Melisa si yo no les hubiera arruinado sus planes de casarse?
La puesta de sol era un baño de luz cálida sobre su cabello. Los mechones que le cubrían la frente se tiñeron de un escarlata encendido.
No me respondió de inmediato. Me pregunté si estaba siendo muy directa. Quizás no debí preguntarle algo tan personal.
-Lo siento. ¿Fui demasiado directa?
Él sonrió y negó con la cabeza.
-Estaba pensándolo bien. Es una pregunta que merece reflexión para responderla. No solía creer en el amor a primera vista. Vi a Melisa algunas veces pero no sentía que pudiera amarla. Por eso supuse que las probabilidades de enamorarme de ella en el futuro eran escasas.
-No creías en el amor a primera vista. ¿O sea que ahora sí? —pregunté inmediatamente cuando escuché ese giro en sus palabras.
La sonrisa de Santiago era hermosa y cálida como el sol del atardecer.
—Sí. Sí creo. Creo que es un amor que trasciende todos los límites.
Su voz era extremadamente afable. Era reconfortante y encantadora. Miré el baño de sol que caía en su rostro de perfil.
—¿Dices que te enamoraste de alguien?
Se le hacían hoyuelos cuando sonreía. Nunca lo había visto sonreír así.
-¿Es una chica? -pregunté con delicadeza.
Su sonrisa se suavizó.
—Claro, no me gustan los hombres.
-Perdón.
Me acabé el pan y el jugo, pero todavía tenía hambre. Dejé el vaso en el suelo, doblé las piernas y me abracé las rodillas. Por suerte, llevaba un vestido largo, así que podía sentarme como quisiera. La brisa agitaba el dobladillo del vestido. Roberto lo había escogido. Era de color azul pálido. Un azul que se había mezclado con el mar cuando me paré junto al barandal.
Se sentía bien sentarme con Santiago en silencio. Él emanaba calidez y tranquilidad. Su presencia no era amenazante ni dominante. A veces, estar sola podía ser una experiencia solitaria. Sin embargo, cuando estaba con alguien más, siempre había la posibilidad de que nos pusiéramos a discutir. Santiago no era así. Su presencia no era nada invasiva. Observé el sol con la mirada perdida. Quería verlo sumergirse bajo el horizonte, como si se hundiera en el mar. No obstante, no pude darme ese lujo. La voz de Roberto resonó por encima de mi cabeza. Sonó como una bomba al explotar.
-Te busqué por todas partes. Estaba a punto de hacer que el capitán te llamara por el altavoz. Y aquí estás, escondida en este rinconcito.
El apacible y hermoso momento se hizo añicos con la llegada de Roberto. Levanté la mirada. Estaba de pie junto al barandal. Se había cambiado de ropa. Su camisa era de seda azul claro y sus pantalones blancos eran de corte suelto. El mar los había vuelto del color de la puesta del sol. Era una vista sobrecogedora y parecía que ahí pertenecía él.
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