Miré la palma de su mano. Había una pequeña pastilla blanca en medio.
-¿Qué es esto? —le pregunté. No entendía lo que estaba pasando.
-Es la pastilla que me diste. No la tiré —dijo con el semblante serio.
-¿Qué está pasando? -pregunté de nuevo. Seguía sin entender.
-Cuando me diste la pastilla, acababa de tomar refresco. Quise esperar un poco antes de tomármela. Estaba tomándote el pelo.
El cielo se oscureció. Habían encendido los focos de los barandales. Las luces cayeron en los ojos de Roberto. Eran cegadores. Eran más brillantes que las estrellas del cielo. Me sentí confundida y perdida. Me perdí en el brillo de sus ojos.
-Voy a tomármela ya -dijo, luego se metió la pastilla en la boca. Sacó la lengua para mostrarme que estaba en la punta de su lengua—. Voy por agua.
Tomó un vaso de agua y se lo bebió con la pastilla. Luego, volvió a sacar la lengua. La pastilla no estaba.
-Listo. Me la tragué.
Estaba intentando animarme. Como un niño que intentaba poner feliz a su madre o un chico intentando levantarle el ánimo a su amigo. Era Roberto, aunque no parecía Roberto en lo absoluto.
Pude sentir que las nubes se disipaban de mi pecho. El sol se asomaba entre las nubes sombrías. Sus rayos cálidos inundaron mi pecho.
Lo miré estupefacta. Me dio una palmada en el pecho.
-¿Estás enojada?
Lo estaba, pero no iba a decírselo.
-No.
—¿Entonces por qué te veías tan deprimida en la cena? Ten cuidado. Te va a dar indigestión.
-Eres horrible. Quisieras que me diera, ¿verdad?
Se echó a reír. Sin previo aviso, me tomó de la mano y me plantó un beso en el dorso.
-Estaba bromeando. No sabía que te ibas a enojar. Nunca te he visto así. -Inclinó la cabeza a un lado y buscó las palabras adecuadas-. Te ves... como un pulpo. Con la cara inflada.
-Hay muchos animales con la cara redonda. ¿Por qué tenía que ser un pulpo?
-¿No te gustan los pulpos? Son adorables.
—Debes ser la única persona en todo el mundo que cree eso -dije. ¿Acabábamos de hacer las paces?
En ese momento, sirvieron el postre. Eran como diminutas bolas redondas. Roberto sacó su encendedor. Me sorprendió.
—¿De verdad necesitas eso para el postre?
—Hazte para atrás —dijo.
Abrió la tapa y encendió la delgada mecha que sobresalía. Apareció una diminuta llama. Las capas del postre esférico comenzaron a desdoblarse como los pétalos de una flor, dejando al descubierto un corazón rojo. Era hermoso y romántico, aunque yo no iba a admitirlo.
—Qué melodramático.
—Es pastel red velvet —dijo Roberto. Me pasó un tenedor-. Pruébalo.
—¿Es seguro? ¿Hay una trampa esperándome? —le pregunté.
¿Por qué tenía esa extraña sensación de que Roberto iba a hacerme un truco?
—El pastel no tiene nada. Es para comer.
Dudé un momento antes de meterle el tenedor. De repente, Roberto gritó:
-¡Pum!
El susto me hizo tirar el tenedor y saltar a los brazos de Roberto. Él me abrazó y se rio como el imbécil que era.
—Isabela, tienes las agallas de un camaroncito.
Le encajé con fuerza los dientes en el cuello. Gritó de dolor. Entonces, lo solté. Un círculo de marcas apareció en su cuello. Me sentí satisfecha. Se tocó la mordida con cuidado.
—Pásame un espejo.
Saqué uno de mi bolso y se lo dejé en la mano.
-Ten.
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