Abril siguió hablando. Después de un rato, se detuvo. Temía que no entendiera todo a la primera. Después de eso, me quedé dormida. Tuve un sueño. Había pétalos de cerezo. Un cielo lleno de pétalos que bailaban en el aire. Filas de mujeres caminaban entre los pétalos. Tenían puntos oscuros pintados en lugar de cejas y tenían el rostro pintado con capas de blanco. Los labios rojos como la sangre. Eran pequeños, como cerezas maduras. Detrás de ellas, alcancé a ver a Silvia. Estaba hermosa como siempre. Entonces, escuché a Roberto rugir. Fuerte como un trueno, sopló los pétalos del cielo. Alguien me estaba sacudiendo. El rugido se volvía más fuerte. Abrí los ojos. Vi a Roberto parado frente a mí.
El susto me despertó. Me volteé. Abril estaba sentada a mi lado. Se veía más asustada que yo.
―Roberto, ¿qué haces en mi cuarto?
―Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué está mi esposa en tu cama? ―preguntó Roberto con la mandíbula apretada. Sus ojos se veían rojos a la cálida luz anaranjada de la lámpara.
―¿Qué tiene de raro? Compartimos cama desde niñas.
―¿Intentas presumir? ―preguntó él mientras apretaba los dedos alrededor de mi muñeca―. No me importa por qué decidiste meterte a la cama de tu mejor amiga. Vas a venir conmigo a casa ahora mismo.
¿Tenía que poner las cosas de manera tan vulgar? Tenía mucho sueño. Mientras lo miraba, lo único que podía pensar era el beso que se dio con Silvia anoche bajo el hermoso cerezo en flor. Intenté liberar mi mano.
―No creo que nos hayamos vuelto tan cercanos como para tener que estar juntos todo el tiempo.
―Por lo menos quiero saber dónde pasa las noches mi esposa.
―Ahora ya lo sabes. Puedes irte ―dije.
Puede que estuviera molesto, pero yo lo estaba más. Roberto pareció un tanto sorprendido. De vez en cuando le contestaba pero siempre eran conversaciones casuales. Esta vez, yo estaba verdaderamente furiosa. Quizás por fin me daba cuenta de lo que sentía en realidad. Era como dijo Abril. Me había enamorado de Roberto. La muerte sería mejor opción.
Una ola de emociones me abrumaron el corazón mientras lo miraba de pie frente a la cama de Abril. Mis pensamientos estaban revueltos.
―Nos vamos a casa ―dijo Roberto.
No me dio oportunidad de decir nada. Me jaló, me cargó sobre el hombro y comenzó a avanzar hacia la puerta. Abril se levantó de un salto y fue tras de mí.
―Roberto, eres la primera persona que se atreve a robarse a alguien de mi cama.
Él salió del cuarto. Por fortuna, la señora Ortiz se había ido a dormir. No había nadie en la sala de estar. Nadie además de Abril era testigo de la extraña escena de Roberto cargándome. Pensar en eso me tranquilizó. Después de un rato, Abril dejó de perseguirnos. La vi gesticular algo: «¡Recuerda los tres principios! ¡Los tres principios!».
En realidad, no había entendido qué eran. Roberto había llevado el auto a través del jardín de Abril y lo estacionó justo en la entrada de la mansión. Me metió y me puso el cinturón de seguridad. Luego, puso las manos detrás de mi asiento, se acercó y me miró atentamente. La noche era oscura. Sus ojos lo eran aún más. La cercanía me estaba poniendo nerviosa. Intenté empujarlo.
―Roberto, ¿puedes parar?
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