EMILIA (CINCO AÑOS DESPUÉS)
Perdí cinco años de mi vida creyendo que el amor puede nacer del odio. Hoy vine a su habitación a devolverle su libertad, y yo reclamar la mía.
Me paré frente a la puerta de su habitación con el folder abierto. Observé una última vez el papel que relucía en letras rojas:
Acuerdo de divorcio.
Tomé aire y pasé.
— ¿Qué haces aquí? —Escuché su voz cruel retumbando en mis oídos.
Avancé con paso firme, sin pestañear. Ya había tomado la decisión y no había marcha atrás.
— Te traje un regalo —. Caminé con el corazón estrujado en la mano.
Vi su cara de desprecio y eso fue suficiente para tomar valor y enfurecer.
Le aventé la carpeta con los documentos a la cara, y el sonido del golpe seco, hizo eco en la habitación al caer los papeles de su regazo.
— ¿Qué es esto? —Me miró confundido porque no estaba entendiendo nada.
— Tu libertad —. Y la mía. Pensé en el fondo—. Como ves, tuve los malditos ovarios para firmar el acuerdo de divorcio. Fírmalo de una buena vez y no nos volvamos a ver nunca más.
Dicho esto, me di la media vuelta, salí de la habitación, tomé mi maleta y no lo volví a verlo más.
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EMILIA (CINCO AÑOS ATRÁS)
Me pasé mi noche de bodas sola en una habitación de hotel porque mi esposo se fue con otra.
A esa conclusión había llegado, ya que su primer amor se había presentado en nuestra boda, como una invitada más.
El reloj en la pared marcaba las horas con una lentitud cruel, llenando el silencio de la habitación con un eco que parecía burla. Era estúpido que siguiera con el vestido de novia puesto. El corsé aún me apretaba el pecho, el velo caía sobre mis hombros. Era un recordatorio de que esa imagen de novia no era más que una farsa a la que accedí en contra de mi voluntad.
No debería estar sola en mi noche de bodas. Pensé en el fondo. Sabía que él no vendría. Al menos, no como un esposo.
Me senté al borde de la cama para quitarme las zapatillas. Los tacones me estaban matando.
Eran casi las cuatro de la mañana cuando la puerta se abrió de golpe, estrellándose contra la pared con una fuerza que hizo temblar el piso. Di un respingo por el escándalo.
Brandon cerró con un portazo, y caminó hacia mí, tambaleándose.
Mi esposo, era el hombre que odiaba con cada fibra de mi ser. Al menos eso quería creer, porque en el fondo sabía que eso no era verdad.
Su presencia llenó la habitación con la misma intensidad que un incendio forestal, devorando todo a su paso. Olía a whisky y tabaco. A desesperación, recelo, y odio, por la forma en que me vio.
No dije nada, solo lo observé. Su camisa desabotonada, la corbata aflojada, el cabello despeinado como si hubiera pasado la noche entre copas y compañía. Su mandíbula apretada, la mirada azul cargada de rencor y furia contenida.
Me quedé en silencio hasta el momento en que él lo rompió.
— Levántate —. Su voz fue una espada afilada blandiendo en una guerra. Dura, fría, irrevocable. Era esa arma que buscaba matar al enemmigo. Yo no quería ser su enemiga, pero él pensaba diferente.
No me moví. No porque no pudiera, sino porque sabía que no tenía por qué obedecerlo.
Apreté los dientes tan fuerte, que rechinaron, al mismo tiempo que una chispa encendía un fuego interno en mí. Podía soportar muchas cosas. Podía soportar el odio, la humillación, la soledad, pero no iba a soportar que él creyera que podía destruirme tan fácilmente.
— Qué ironía, Brandon —. Me levanté empujándolo con suavidad para que se alejara de mí. Lo reté con la mirada, pues no quería que me viera como una mujer débil, o llena de miedos, porque no era así—. Porque ahora estás condenado a vivir con este estorbo. Así que más vale que te vayas acostumbrando, porque así como yo voy a ser tu mascota, tú también serás la mía.
Mi comentario tomó por sorpresa a Brandon que, por primera vez, su sonrisa se quebró un poco. Lo reté con la mirada. Y aunque estaba rota por dentro, sabía que en este instante, él también lo estaba. Ambos habíamos sido obligados tomar este maldito matrimonio a la fuerza.
Se acercó a mí una última vez con su boca, rozando el borde de mi oreja.
— Desaparece de mi vista lo más posible. No quiero verte, no quiero ni siquiera escucharte respirar escucharte respirar.
Me negué a doblegarme.
— ¿Y si no lo hago?
Un silencio mortal cayó entre nosotros. Se regresó a ver mi rostro y yo le sostuve la mirada.
— Haré de tu vida un infierno.
Sonreí porque el chiste se contaba solo.
— Ya estoy en ahí —. Le recordé.
Brando parpadeó. Solo por un segundo, pero fue suficiente para saber que había captado el mensaje de que no sería una mujer fácil de romper. Sin decir más, dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta con un portazo que hizo temblar las paredes. No me moví hasta que el sonido se disipó.
Mi noche de bodas había terminado.
Vaya chiste.

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