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Atada a un hombre cruel romance Capítulo 6

BRANDON

Me quedé en mi habitación sin poder creer lo que la inútil de mi esposa acababa de hacer ¿Acaso me estaba retando? ¿Quería que fuera tras de ella? Esto era un berrinche y no iba a ceder a su capricho por rogarle.

De la furia pasé a la confusión en menos de un minuto ¿Qué había pasado?

Me quedé allí, inmóvil, con los dedos aún cerrados en el aire, como si pudiera atrapar su perfume antes de que desapareciera. Emilia había cruzado la puerta con el mismo vestido blanco que usan las que hacen una tregua de paz. Era irónico, porque yo lo veía como una provocación de guerra.

Bajé la mirada lentamente.

Los papeles estaban en el suelo, esparcidos como un recordatorio de una Emilia furiosa. Como si lo que acababa de pasar no fuera real, como si mi mente no pudiera asimilarlo. Tardé unos segundos en reaccionar, en entender por qué el aire se sentía distinto. Como si algo se hubiera roto de forma irreversible.

Me agaché para comprobar lo que ella me había gritado. Mis dedos rozaron la carpeta negra. Todavía podía sentir el calor de su presencia impregnado en el papel. Lo abrí con movimientos lentos, casi torpes.

Contrato prenupcial.

Anexo: Acuerdo de disolución matrimonial.

Allí estaba su firma en trazos negros, muy bien definidos, decididos, demasiado seguros para una mujer que, se suponía, vivía de mi sombra.

Emilia Ricci de Moretti.

No, esto no podía ser real. Me puse de pie de golpe, el corazón golpeándome el pecho con violencia. Salí de la habitación, dejando que la puerta chocara contra la pared. Crucé el pasillo y bajé las escaleras con pasos apresurados, como un basilisco furioso, echando fuego por la boca.

— ¡Emilia! —Grité, sin pensar. La casa no respondió. Ella no respondió. Me dirigí a su habitación. La abrí de golpe.

Vacía.

Todo, aparentemente, estaba en su lugar: el mobiliario, la decoración, algunas cosas personales. Las sábanas tendidas, algunos libros sobre cine, y el perfume sutil que solía dejar en el aire cuando se cambiaba. El clóset estaba entreabierto y a medio llenar. Faltaban prendas, zapatos, y la misma maleta con la que había llegado a esta, cinco años atrás. Solo se llevó lo esencial.

Como si no pensara volver, como si nunca hubiera estado aquí, o peor aún, como si hubiera aborrecido la vida que llevó aquí.

— M****a, Emilia, ¿dónde estás? —Saqué el celular de mi bolsa y marqué su número—. Deja el maldito drama—. Murmuré.

El tono de la llamada sonó.

Una.

Dos.

Tres veces.

“Este número no está disponible en este momento. Por favor, deje su mensaje después del tono.” Colgué antes de que terminara y la llamé de nuevo. Nada.

— No, no, no —murmuré, volviendo a su habitación—. Esto es una broma. Una estúpida provocación. Maldita sea, Emilia.

Busqué alguna nota, alguna pista. Algo que me dijera que todo esto era parte de uno de sus arranques dramáticos, pero no había nada, ni un rastro de ella. Solo silencio.

Me dejé caer en la silla, junto a la ventana, en su habitación.

Cinco años sin tocarla. Sin mirarla realmente. Cinco años creyendo que estaba ahí porque no tenía a dónde más ir. Cinco años diciéndole que era una buena para nada mantenida ¿Y ahora ella se va, firma los papeles, y ni siquiera me da el gusto de rogarle que se quede?

Asentí, recostándome con arrogancia en el sillón. Tomé un sorbo del café que me preparaban especialmente para mí. Ella tecleó en silencio, y vi que arrugó el entrecejo. Sus cejas se alzaron apenas. Los ojos se le clavaron en la pantalla y luego, en mí, con una mezcla de desconcierto y ¿admiración?

— ¿Hay algún problema? —Pregunté, impaciente.

— No, señor. Solo es un tanto curioso. En los cinco años que la señora Moretti ha tenido acceso a estas cuentas y tarjeta, nunca realizó una sola transacción.

Parpadeé un par de veces.

— ¿Qué dijiste?

La mujer giró la laptop hacia mí.

— Saldo intocado. Líneas de crédito sin uso. Cuentas de ahorro a cero movimiento. Es como si nunca hubiera usado su acceso a nada. Ni una compra, ni un retiro. Nada.

El silencio en la sala fue absoluto. Mi garganta se secó. Esto no tenía ningún sentido.

— ¿Estás diciendo que en cinco años no tocó ni un solo centavo de todo lo que le di?

— Eso es lo que nos dicen los movimientos que se reflejan en el sistema, señor Moretti. He revisado los últimos doce extractos, y no hay ninguna transacción vinculada a ella. Ni siquiera un café o un chicle cargado a su nombre.

Me acerqué a la laptop para comprobar con mis propios ojos lo que la directora del banco me estaba diciendo. El corazón me saltó lleno de confusión, pues una parte de Emilia de pronto me pareció desconocida.

¿Por qué no había tocado el dinero que le había dado durante nuestros cinco años de matrimonio? ¿Quién era Emilia en realidad?

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