Tarah O'Kelly
Los meses fueron pasando, Paul seguía luchando contra la enfermedad, mientras yo no dejaba de pedirle al cielo un milagro, lo acompañé a algunas revisiones médicas, pero las noticias eran cada vez más desbastadora, sin embargo, me aferraba a la posibilidad de que algo surgiera.
Disfrutábamos de algunos paseos por el parque, cenas románticas y viajes de fin de semana. Descubrimos que teníamos muchos intereses en común, desde la música hasta la comida exótica, y disfrutábamos cada momento que pasábamos juntos.
Paul siempre me sorprendía con pequeños gestos, como dejar flores frescas en la mesa del desayuno o escribirme notas de amor. Estos gestos sencillos, pero significativos, me recordaban constantemente cuánto significaba para él.
El embarazo avanzó, mi vientre crecía a medida que el tiempo pasaba. Paul tomaba mi mano y la colocaba junto con la suya en mi vientre, para que juntos pudiéramos sentir los movimientos del bebé. Su ternura y cuidado durante este período me conmovieron profundamente.
En ese momento estábamos sentados en el jardín mientras él me miraba con una expresión amorosa, al mismo tiempo que acariciaba con suavidad mi vientre.
—Quisiera que ya no tardara más porque si lo hace pronto… quizás no pueda llegar a conocerlo —pronunció con tristeza—, pese a ello quiero mostrarte algo.
Paul me tomó de la mano y me llevó a una de las habitaciones del segundo piso, me sorprendí a ver lo hermosa que estaba decorada con colores suaves y cálidos, y en el centro había una cuna hermosamente adornada.
—Tarah, he estado pensando en el futuro, y quiero que nuestro hijo tenga un hermoso lugar para crecer —dijo Paul con cariño—. Esta es su habitación, para llenarla de amor y alegría.
Una semana después de haber sido decorada la habitación, sentí las primeras contracciones, nos fuimos al hospital. La emoción y el nerviosismo nos invadió por la llegada de nuestro hijo.
Después de horas de intenso trabajo de parto, finalmente escuchamos el llanto de nuestro bebé.
—Es un hermoso niño —dijo el médico, dándoselo a la enfermera.
Durante todo el parto. Paul estuvo a mi lado, sosteniendo mi mano y dándome fuerzas. Cuando finalmente vi a nuestro bebé, supe que había valido la pena todo el dolor y el miedo. Era un niño hermoso, con unos ojos que parecían llevar la promesa de un futuro brillante y cuyo color me recordó a su donante de esperma.
Paul también estaba emocionado, y sus ojos se llenaron de lágrimas al sostener a nuestro hijo en brazos por primera vez. Lo cargaba con cuidado, con una mezcla de emoción y temor en sus ojos. Acarició su pequeña mejilla y le susurró palabras de amor y bienvenida. Se había convertido en padre, y su rostro reflejaba un profundo sentido de responsabilidad y cariño.
La alegría y alivio brotaron de mis ojos mientras cargaba a nuestro bebé. Paul lo observó con ternura, y besó su frente, el amor que sentíamos por él era indescriptible.
—Gracias, Tarah por darme la dicha de vivir este momento especial —pronunció con los ojos humedecidos.
Fue un momento lleno de emociones, y aunque la noticia del nacimiento de nuestro pequeño trajo alegría, también estaba presente la sombra de la enfermedad de Paul que avanzaba inexorablemente.
—¿Ya tienes su nombre? —preguntó Paul, y yo asentí.
—Se llamará como su padre —él me miró con sorpresa—, Paul Tremblay.
Él sonrió emocionado ante mi respuesta, llenando mi corazón de un profundo amor, no sé cómo, ni en qué momento sucedió, pero me enamoré de Paul.
—Me gusta, aunque si me lo permites, quisiera agregarle otro nombre ¿Puedo? —preguntó con una expresión de duda y yo asentí—, bienvenido a la vida Liam Paul Tremblay
Durante las primeras semanas, Paul se empeñó en turnarse conmigo para cuidar a Liam Paul, a pesar de mi preocupación porque no quería que se esforzara, él se volcó por completo en cuidar al bebé y en apoyarme en todo lo que necesitaba.
Cambiaba pañales, preparaba biberones y se quedaba despierto durante las noches para calmar al pequeño cuando lloraba. Su devoción y amor por nuestro hijo eran evidentes en cada gesto y mirada.
Sin embargo, conforme pasaban los meses, la salud de Paul comenzó a deteriorarse rápidamente.
Pese a todos sus esfuerzos por mantenerse fuerte y saludable, su enfermedad avanzaba sin piedad. Los tratamientos y medicamentos parecían tener un efecto limitado, y su debilitado estado físico lo obligaba a descansar con frecuencia.
A medida que luchaba contra su enfermedad, su tiempo con nuestro hijo se volvió más limitado. Aun así, cada momento que compartían era especial y lleno de amor.
Paul le contaba historias, le cantaba canciones de cuna, sin importarle que siempre terminaba ahogándose y se reía con su risa contagiosa. A pesar de la fragilidad de su salud, su amor por nuestro hijo era inquebrantable.
Su salud se deterioró más, debía usar oxígeno periódicamente porque sus crisis respiratorias se acentuaban.
Con todo y eso, nunca se rindió se quedaba por horas viendo a Liam Paul dormir y sonreía con ternura cada vez que nuestro hijo reía o balbuceaba. Eran momentos hermosos, pero también agridulces, ya que sabíamos que el reloj seguía marcando la hora y el tiempo se agotaba.
Un año después del nacimiento de nuestro hijo ocurrió lo inevitable y mi vida se llenó de tristeza, a pesar de las riquezas, nada servía frente a la muerte.
Allí estábamos, tratando de sacar fuerzas de lo más profundo de nuestra alma.
—Acércalo a mí… —susurró en tono bajo, sus palabras apenas se entendieron.
Cuando lo hice, mi bebé levantó la mano y acarició el rostro de Paul, mientras esbozaba una sonrisa, al mismo tiempo que aplaudía y lo llamaba.
—¡Papá! —gritó mi hijo, mientras una sonrisa de felicidad se dibujaba en el rostro de Paul.
—Gracias… así quería… que fuera mi último suspiro… al lado de la mujer que amo… y de mi hijo —pronunció.
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