—Ni siquiera cerraste bien las cortinas, ¿estás ciega o qué?
Camila se detuvo en seco. La palabra "ciega" le quedó como anillo al dedo.
Esbozó una sonrisa amarga y siguió su juego.
—Sí, ya casi—respondió, con voz cansada.
Al verla moverse tan despacio, Leandro avanzó decidido y volvió a cargarla en brazos.
Ese abrazo, que antes había sido su mayor anhelo, ahora ya no le hacía falta.
—Puedo caminar sola—intentó zafarse, pero él la sostuvo con firmeza.
—El tiempo que tengo para descansar es poco. No pienso desperdiciarlo contigo—le soltó Leandro, tajante.
Así que era eso.
Camila dejó de luchar. En ese momento, aunque sus pechos latían tan cerca, sus corazones se sentían a kilómetros de distancia.
Al llegar al baño, Camila habló por sí misma.
—Ya bájame, por favor.
Pero Leandro insistió en llevarla hasta el inodoro antes de soltarla. Y todavía le espetó dos palabras:
—Apúrate.
Y no se fue. Se quedó parado ahí, mirándola.
Camila no entendía a qué jugaba, pero igual le advirtió:
—Puedes salirte.
—No es como si no te hubiera visto antes—le contestó, mirándola sin moverse ni un centímetro.
¿Y eso qué significaba?
¿Ahora quería verla hacer sus necesidades?
¿En qué momento le nació ese mal gusto?
Lástima que eso de que la miraran en el baño no era lo suyo.
—Si me ves, no voy a poder hacer nada—le soltó, incómoda.
—Y cuando tú me mirabas, ¿cómo crees que yo podía hacerlo?—le reviró Leandro, como si fuera lo más lógico del mundo.
Camila se quedó callada.


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