Por suerte, Octavio todavía parecía confiar en mí al menos un poco. Solo levantó la esquina de cada página y firmó donde hacía falta, sin molestarse siquiera en leer el contenido del contrato.
Ni siquiera se detuvo a revisar de qué trataba.
No fue sino hasta que firmó la última hoja, la del “acuerdo de divorcio”, que por fin sentí que podía respirar tranquila.
Temía que recapacitara en cualquier momento.
Apenas terminó de firmar, tomé todos los papeles y me los llevé.
De regreso en la habitación principal, saqué en secreto la hoja del divorcio con la firma de Octavio y la escondí entre las páginas de un libro.
El periodo de reflexión para el divorcio era de un mes.
...
Esa misma noche, comencé a empacar mis cosas para mudarme de la recámara principal.
Octavio entró a la habitación y, al verme rengueando mientras recogía mis cosas para dejarle espacio a su amante y la hija que tuvo con ella, se puso delante de mí y me detuvo.
—Deja eso, Camila o la muchacha pueden ayudarte.
Intentó sonar amable:
—Solo espera a que pase la tormenta. Cuando ellas se vayan, tú puedes regresar.
—No te preocupes, no se van a quedar mucho tiempo.
No pude evitar soltar una carcajada sarcástica, mirándolo directo, pasando mi vista por su cara seria y controlada.
—¿Y se supone que debo darte las gracias por semejante “consideración”?
El gesto de Octavio cambió de inmediato, endureciéndose.
No tenía mucho que empacar, después de todo solo me mudaría a la habitación de huéspedes. Tomé unos cuantos productos para la piel, algo de ropa, y lo más importante: una pequeña caja de madera que estaba en la parte alta del clóset.
No quise que nadie me ayudara. Subí yo sola en una silla y bajé la caja, con el corazón apretado.
Dentro de esa caja estaba mi mayor tesoro, igual que el niño de la foto era el mayor tesoro de Octavio.
La diferencia era que mi tesoro no podía vivir como los demás niños, gritando, corriendo, disfrutando del sol. Mi pequeño solo podía quedarse para siempre dentro de esa caja a la que nunca le daba la luz.
Mientras yo bajaba la caja, Octavio estaba en el balcón hablando por teléfono, dándole instrucciones a su asistente sobre por dónde traer a Angélica y a la niña para que llegaran seguras.
Cuando terminó la llamada y me vio con la caja entre los brazos, frunció el ceño, visiblemente molesto.
Camila acababa de terminar el almuerzo. Había preparado una mesa llena de platillos vegetarianos; por más variedad y esmero que pusiera, al final seguían siendo solo verduras.
Angélica y la niña no estaban acostumbradas a ese tipo de comida, pero Angélica, queriendo agradar a Octavio, fingió que le parecía deliciosa y hasta intentó convencer a la niña para que comiera, entre halagos y mentiras.
No pude evitar reírme. Esa estrella de televisión, que tanto brillaba en la pantalla, en la vida real no era tan distinta de cualquier otra.
Por suerte, nunca la admiré.
Octavio, tras probar un par de bocados, dejó el tenedor sobre la mesa y miró a Camila, disgustado.
—¿Estos ingredientes llegaron hoy? Además, el arroz sabe raro.
Camila, incómoda, me lanzó una mirada antes de contestarle:
—Siempre ha sido la señora quien prepara sus comidas. Incluso el arroz, ella lo mezcla con arroz tailandés, cebada, un poco de trufa y avellana turca, al ojo. Hoy que la señora se siente mal, yo solo intenté imitar el platillo, pero es imposible que me salga igual.
Parece que Octavio nunca se imaginó que el sabor podía cambiar tanto solo porque otra persona cocinaba.
Se quedó mirándome, con una expresión extraña, como esperando que yo le dijera que volvería a cocinar.
¿Pero quién sería tan tonta como para gastar tiempo y esfuerzo en alimentar al hombre de otra mujer?

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: De Rodillas Ante Jesús, Besó a Otra