Los ojos de Lena se agrandaron conforme el chofer conducía por el camino. El paisaje que se desplegaba a ambos lados del auto era tan hermoso que le costaba respirar. Había campos extensos, colinas ondulantes y jardines perfectamente cuidados rodeaban la zona. Las flores silvestres crecían en los bordes del camino, y el cielo gris se reflejaba en charcos cristalinos que daban un toque melancólico al paisaje. Era como estar dentro de uno de esos libros antiguos que ella solía leer a escondidas en el instituto.
El abogado Adrián Cavallari, sentado junto a ella, tenía la vista fija en la pantalla de su teléfono. Lena, en cambio, no podía apartar la mirada de la ventana.
Cuando el auto llegó a los grandes portones negros de la mansión Lancaster, estos se abrieron lentamente. El corazón de Lena comenzó a latir con fuerza. Nunca había visto algo tan imponente. Bajó del auto tras el abogado, sosteniendo con ambas manos la desgastada asa de su maleta. Los sirvientes que estaban en la entrada la observaron con curiosidad, algunos con discreción, otros tantos sin molestarse en ocultarlo.
Adrián caminó con seguridad hacia la entrada principal y Lena lo siguió. Apenas cruzaron la puerta, fueron recibidos por aquella mujer de porte elegante, rostro frío y mirada filosa.
—Señora Lancaster —saludó el abogado, con una leve inclinación de cabeza.
—Abogado Cavallari —respondió Celeste con cortesia y un atisbo de frialdad. Luego, su mirada se deslizó hacia Lena y la recorrió de arriba abajo con un gesto de desdén. Sus labios se fruncieron al notar la ropa vieja, los zapatos desgastados y la maleta arapienta de la joven.
Lena intentó mantenerse firme, aunque su postura hablaba de timidez. —Buenos días, señora. Soy Lena Vallier —dijo con educación, tal y como le habían enseñado en el instituto.
Celeste le dedicó una breve mirada, sólo por cortesía, dado que el abogado seguía presente. —Ya lo imaginaba —agregó la mujer sin extenderle la mano para saludarla.
—Como sabrá, desde hoy Lena vivirá en la mansión Lancaster, según fue la voluntad del señor Lancaster, que en paz descanse —informó el abogado.
Celeste tragó saliva y apretó los dientes antes de hablar nuevamente.
—Sí, estoy al tanto. Al igual que mi hijo —respondió con indiferencia, lanzando otra mirada despectiva a la maleta de la joven. Tenía los bordes descarapelados, era una maleta corriente y vieja.
—¿Y dónde está él? —preguntó Adrián, ajustándose las gafas. Observando con disimulo el salón en busca del dueño.
—Indispuesto —contestó Celeste, sin dar más explicaciones. El abogado asintió con la cabeza. Sabía que Kerem era un hombre complicado, lo fue desde antes de aquel accidente en el que perdió la vista, y lo fue aún más, cuando le informó que se tenía que cumplir la voluntad del difunto.
—Volveré en el transcurso de la semana para ver cómo va todo, señora —comentó el abogado. Luego se volvió hacia Lena—. Tendrás que llevar tu solicitud a la universidad. Pronto recibirás noticias. Cualquier cosa en la que tengas duda, puedes llamarme, la señora Lancaster tiene mi número —agregó con amabilidad.
Lena le sonrió con suavidad. —Gracias, señor Cavallari. Gracias por todo.
Celeste intervino antes de que dijera algo más. —Pierda cuidado, abogado. Me haré cargo de que esté... cómoda.
—La dejo en sus manos entonces —asintió el hombre antes de marcharse.
El auto se alejó por el camino de grava. Y el silencio entre ambas se volvió pesado.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Celeste con un tono seco. Sin importar que ella ya lo había mencionado.
—Lena Vallier —respondió la joven con respeto y su habitual tono amable.
—Te instalaré en la mansión, como ordenó mi hijo —dijo Celeste, girándose para caminar por la mansión.
Lena la siguió, sin dejar de observar con asombro los pasillos, los vitrales, los cuadros antiguos. Había belleza en cada rincón, pero también se sentía la frialdad extraña del lugar.
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