— ¿Qué pasó? — Henri ya estaba a su lado, de pie, observando los pedazos de vidrio esparcidos por el suelo.
Al darse cuenta de que ya no podía escapar, Eloá se detuvo. Cerró los ojos por un instante, tratando de contener la frustración antes de responder.
— No fue nada… simplemente tropecé sin querer.
— No te muevas — advirtió él, serio. — Podrías cortarte. Voy a buscar una pala y una escoba, espera aquí.
Quiso decir que no era necesario, que podía dejarlo así, pero antes de abrir la boca, él ya se había alejado por el pasillo.
Unos minutos después, Henri regresó con la escoba y la pala en las manos. Se arrodilló frente a los pedazos y, en silencio, los recogió con cuidado. Eloá permaneció quieta, con los brazos cruzados, deseando estar en cualquier otro lugar.
— Listo. Ya está todo bien — dijo él, levantándose y limpiándose las manos en el pantalón corto. — Eres muy torpe — concluyó sonriendo.
Aquello la hizo enfadar, porque él dijo esa frase como si ella fuera una niña.
Con rabia, se preparaba para irse sin mirar atrás, cuando una presencia inesperada se acercó.
La chica. La maldita, que estaba sentada en su regazo minutos antes, apareció en el pasillo con una mirada curiosa, analizándola de arriba a abajo.
— ¿Y esta quién es, Henri? — preguntó con tono despectivo, como si estuviera frente a un objeto extraño o un animal en el zoológico.
La sangre de Eloá hervía, pero se mantuvo firme, tragando el orgullo junto con la vergüenza que sentía.
— Esta es Eloá — dijo Henri con naturalidad. — Una amiga de la infancia. Nos criamos como hermanos.
Hermanos.
La palabra retumbó como un golpe dentro de ella.
Entonces eso era… él me ve como una hermana.
«Dios mío, ¿puede empeorar esto?» — pensó, sintiendo el estómago revolverse de una forma que ni el hambre podía dominar.
— Hola, hermanita de Henri — dijo la chica con una sonrisa forzada y un tono claramente provocador.
— Eloá, esta es Mariana, una amiga mía — él la presentó, sin notar o ignorando el evidente malestar.
— ¿Amigos? — Mariana río con sarcasmo. — Somos más que amigos, pero Henri no tiene el valor de admitirlo.
Eloá desvió la mirada, sintiendo cómo se le cerraba la garganta.
— Ven a comer — dijo Henri, cambiando de tema. — Ya estaba preocupado. Tardaste mucho.
— Vi lo preocupado que estabas — murmuró.
— ¿Qué dijiste? — preguntó él.
— Nada, no dije nada.
Caminó hacia la cocina, se sirvió en silencio y se sentó a la mesa con la «parejita». Mientras comía, podía sentir la mirada de Mariana sobre ella, como si la analizara.
— ¿Cuántos años tienes, Eloá? — preguntó Mariana, tratando de sonar casual.
— Diecisiete — respondió sin levantar la vista del plato.
— Vaya, pensé que eras más joven… con esa carita — comentó.
— Cumplió años ayer — completó Henri.
— Uau, felicidades — dijo Mariana, con una sonrisa poco convincente.

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