El Polo Norte, una tierra donde todo lo que parecía existir era hielo y nieve, donde la tierra y el cielo eran solo dos tonos distintos del mismo blanco. En los rincones más profundos de esta tierra, en un lugar indetectable incluso por las imágenes satelitales, una base militar se alzaba por encima de todo lo demás.
Contaba con los mejores soldados de élite, un equipo médico de última generación y armamento de primera línea, pero sólo los conocedores sabían que esta base militar de categoría mundial no se había construido con fines de investigación o de inteligencia, sino para proteger a un hombre: ¡un hombre que había sido encerrado, pero que era capaz de llenar de gloria a los tres millones de soldados de las Fuerzas Armadas de Balmoral!
En plena tormenta de nieve, un anciano musculoso de cejas afiladas atravesó la base, con sus botas militares avanzando sobre la nieve con un crujido audible.
—¿La enfermedad de este muchacho está apareciendo de nuevo? ¿Cuál es la situación? —La voz del anciano sonaba con la claridad de una campana de iglesia; en su hombro brillaban tres estrellas doradas.
—¡Mariscal! —Un médico militar con bata blanca de laboratorio lo saludó y luego suspiró. —El Jefe Dragon está empeorando. Es la tercera vez en este mes. No sólo eso, ¡su agresividad y su capacidad destructiva se han triplicado! Hemos reforzado a propósito la pared de la sala con las aleaciones de aeronáutica más resistentes, para que pueda hacer todo el destrozo que quiera, pero...
Antes de que el doctor pudiera terminar, aparecieron en escena una docena de soldados de élite que se esforzaban por cargar con un trozo de veinte centímetros de grosor de la pared de aleación metálica.
El muro en sí estaba cubierto de abolladuras hechas con puños del tamaño de un saco de arena, junto con grandes huellas e incluso la abolladura de un cabezazo; todas las abolladuras estaban muy bien definidas y, a juzgar por la gran fuerza empleada, habían sido casi suficientes para perforar el propio muro.
—¿El muchacho hizo todo esto?
—Sí, sí.
El anciano sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo; un muro reforzado de aleaciones aeronáuticas de veinte centímetros de grosor era lo bastante resistente como para soportar la explosión de un pequeño misil, y ahora, este hombre lo había convertido casi en chatarra. Con semejante fuerza, un tanque sería nada en comparación.
—Quiero verlo —dijo el anciano con calma.
El médico se puso nervioso y se apresuró a decir:
—Mariscal, el Jefe Dragón acaba de recuperarse de su ataque, y éste podría volver en cualquier momento. Es demasiado peligroso, así que...
El anciano se dirigió al interior sin decir nada. Era una sala construida a medida con metales de aleación, y un joven estaba sentado en una silla, con las extremidades esposadas y el cuerpo sin camisa. Aunque su piel era de un color bronce reluciente y sus músculos eran abultados, estaba cubierto de heridas y cicatrices que se entrecruzaban unas con otras: la señal de un guerrero honorable. Sin embargo, sus ojos carecían por completo de emoción y su aura apestaba a muerte y desesperación.
Una comisura de la boca del anciano se crispó, y su corazón sintió una punzada de dolor.
—¿Tampoco pudiste morir esta vez?
El joven se rió de sí mismo, y sus rasgos cincelados expresaron su burla y abatimiento al responder:
—Casi me he quedado inválido por intentarlo, pero Satanás no me deja entrar en el infierno. Creo que, aunque me quedara lisiado, no le importaría a una sola persona.
—¡Y una mierda! —El anciano montó en cólera de repente al oír eso, volcando la mesa que tenía delante con una sola patada y asustando a los médicos que estaban cerca.
—¿Quién diablos es Satanás para poner un dedo sobre un soldado que me pertenece a mí, Julio Navarro? —Agarró el pelo del joven y lo sujetó con fuerza—. Escúchame, Augusto. Será mejor que vivas, y que vivas bien. Nadie podrá matarte mientras yo esté al mando. Nadie, ¿me oyes?
El Mariscal Navarro no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas al ver a ese hombre desmotivado, sintiendo como si le hubieran apuñalado el corazón. Augusto Hernández, jefe del escuadrón Alma del Dragón y valioso activo de Balmoral, era el mejor soldado que había tenido la nación durante décadas, ¡y Julio Navarro estaba orgulloso de haberlo entrenado desde que era joven! ¡Un soldado inmensamente condecorado, era un pilar que representaba la gloria y la fe entre los millones de combatientes de Balmoral!
Hace tres años, había incluso liderado su escuadrón en el asalto a los terrenos sagrados conocidos como la «Primera Organización». Incluso tras haber quedado separado de los demás, se había abierto paso a través de los Siete Tronos existentes en el lugar, avanzando sin tregua a través de un baño de sangre. Esa hazaña heroica hizo que se ganara una condición casi divina, y el título de «Dios de la Guerra».
Sin embargo, en la misma batalla también había sido víctima del diabólico «Veneno de Mandraka», que le provocaba constantes y brutales ataques de agresividad. Cuando esos ataques se desencadenaban, se desbocaba como una bestia y hacía daño de manera indiscriminada. No había sido posible encontrar una cura, incluso aunque los ataques fueran cada vez más frecuentes.
Al final, lo único que le quedaba a Augusto Hernández era ser torturado hasta no ser más que una bestia sin sentido, y verse tocar fondo una y otra vez; tal era su cruel destino.
—¿Vivir? ¿Qué sentido tiene que siga viviendo? —dijo Augusto de manera monótona, con los ojos carentes de emoción y ausentes—. Me paso el día ocioso en este lugar olvidado por la mano de Dios, preocupándome por cuándo se desencadenarán de nuevo mis ataques, preocupándome por si hago daño a mis compañeros. Viejo, ya no soy capaz de luchar. No soy digno de ser un soldado, ¿y qué otra cosa puedo hacer si no malgastar preciosos recursos? Vivir es una tortura para mí, y la muerte es mi única liberación.
No es que ya no tuviera miedo a la muerte, es que se había insensibilizado. No podía ver ninguna esperanza, ningún futuro, o incluso un mañana. Se sentía tan culpable cada día por los compañeros de armas a los que había herido durante algún ataque, por todo lo que había hecho... ¡Qué crueldad para un orgulloso soldado que una vez había defendido con ferocidad su tierra, que la muerte le resultara un placer al compararla con vivir una vida como esa!
Los soldados que estaban alrededor se sintieron tan afectados que empezaron a lagrimear; incluso Julio Navarro se había quedado callado, sin palabras.
—Mariscal, el estado del Jefe Dragón es cada vez peor. Si sigue desmotivado de este modo, no acabará bien. Incluso podría ser fatal... —Un médico se acercó y mostró una bolsa de un polvo blanco cristalino—. Si esto sigue así, me temo que tendremos que usar esto...
Navarro se congeló; siempre había sido un líder decisivo, pero ahora se encontraba en medio de una dolorosa incertidumbre. Este era el Dios de la Guerra, que él mismo había hecho surgir, el orgullo y la alegría de un millón de soldados. ¿De verdad iba a recurrir a esto? Pero si no lo hacía, ¿qué supondría que siguiera sucumbiendo a estos ataques tres veces al mes? ¡Sólo podría terminar convirtiéndose en un monstruo sin mente en cualquier momento, en una bestia sin corazón!
—¡Fuera! ¡Fuera! —Augusto se enfureció de repente y pateó la bolsa con fuerza mientras bramaba—. ¡Soy un soldado, el Dios de la Guerra! ¿Se atreven a dejarme usar esta cosa y convertirme en un drogadicto? ¿Cómo podría deshonrar a mis hermanos de armas caídos, al uniforme que llevo encima?
Los soldados de élite se cubrieron de sudor frío. Aunque Augusto estaba atado con fuerza a la silla, seguían teniendo la fuerte sensación de que, como un temible animal, podría liberarse y matarlos en cualquier momento, si peleaba lo suficiente.
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