Valentina volvió a acomodarse la camisa antes de voltear a mirar a Mateo. El teléfono sobre la mesita de noche seguía sonando insistentemente, pero él lo ignoraba, dejando que el tono de llamada sonara una y otra vez. Extraño, era la primera vez que no respondía una llamada de Luciana.
Mateo, se puso de pie y se quitó el traje. Primero el saco, dejando ver una camisa blanca en la que se notaba una gran mancha de sangre en la espalda. Aquello le recordó el latigazo que la abuela le había propinado, aunque la herida le había abierto la piel, él, siendo el necio que era, no había mostrado ningún signo de dolor.
—Voy a traer el botiquín para curarte la espalda —dijo ella, sabiendo que esas heridas necesitaban atención para evitar una infección.
—¿Ah, ahora sí me hablas? —respondió él, girando la cabeza, dibujando una atractiva sonrisa en sus finos labios.
—Solo no quiero preocupar a la abuela —contestó, mientras se agachaba para sacar el botiquín—. Quítate la camisa.
Mateo obedeció, revelando su torso musculoso. Era la primera vez que ella lo veía sin camisa: tenía los hombros anchos y músculos definidos. Su cintura no estaba adornada con esos exagerados abdominales de gimnasio, sino tenía un elegante six-pack. Las líneas de su abdomen descendían tentadoramente hacia el pantalón negro, ajustado por un costoso cinturón de cuero.
Valentina se enrojeció, sin saber dónde posar la mirada.
—Ahora estamos a mano —comentó Mateo con voz seductora y juguetona.
—¿A mano? —preguntó ella, confundida.
—Antes, yo te miraba ti; ahora, eres tú quien me mira a mí.
—¡No te estaba viendo! —protestó.
—¿Entonces por qué te sonrojas?


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