Almendra no había llevado paraguas. Se giró y miró hacia la cima de la montaña, viendo cómo su suegra subía lentamente.
Recordó que la empleada llevaba en su canasta dos paraguas plegables.
En ese momento, la empleada sostenía un paraguas sobre la suegra. Ambas se habían detenido en lo alto de las escaleras, mirando hacia donde estaba Almendra.
Ella pensó que la empleada bajaría a llevarle un paraguas, pero, para su sorpresa, las dos se dieron la vuelta y siguieron su camino…
La lluvia caía con un ritmo constante, empapando los mechones de cabello sobre su frente, pegándolos a la piel. Almendra se quedó quieta, observando cómo la figura de su suegra se alejaba cada vez más, una media sonrisa sarcástica asomando en sus labios.
Eso era un castigo, una forma de imponerle autoridad.
La lluvia caía con más fuerza, y en la montaña el aire era más frío. Las gotas heladas golpeaban su cara, colándose hasta los huesos, haciéndole temblar y pintando sus labios de un tono violáceo. Su tobillo derecho, además, le dolía aún más.
Intentó girarse para volver, pero su cuerpo empapado y débil apenas podía sostenerse.
Los ojos de Almendra se abrieron de par en par mientras luchaba por mantener el equilibrio.
En el siguiente instante, cayó en unos brazos cálidos y secos. Un aroma profundo y amaderado la envolvió, y una sombra se interpuso entre ella y el aguacero, protegiéndola del viento y la lluvia.
Frente a ella apareció un rostro de facciones marcadas, tan definido como esculpido en piedra.
Era Damián.
El brazo de Damián se cerró con fuerza alrededor de su cintura, mientras sostenía con la otra mano un paraguas negro. El mango llevaba el logo de Rolls Royce, reflejando la luz con un destello frío.
—Da... Damián —murmuró Almendra, intentando soltarse, mientras las gotas de lluvia rodaban por sus mejillas sonrojadas.
Damián la soltó, bajando la mirada hacia su tobillo.
—¿Te duele el pie? —preguntó con voz grave.
Almendra intentó calmarse y sonrió levemente.
—Un poco, pero estoy bien. ¿Viniste acompañando a la señora Carina a la ceremonia?
Damián asintió, sacó un pañuelo azul marino de su bolsillo y se lo ofreció.
—Sécate la cara.
Almendra dudó antes de negarse.
—Gracias, pero traigo pañuelos en mi bolsa.
Por respeto a la ceremonia, Almendra no llevaba maquillaje ese día. Su cara limpia, salpicada de gotas de lluvia, no lucía desaliñada, sino que, al contrario, resaltaba una belleza serena y algo distante.
Damián retiró el pañuelo y apartó la mirada, fijándose en su tobillo.
—¿Puedes caminar?
Almendra sacó de su bolsa un bote de spray.
—Cuando deje de doler, podré caminar —dijo, bajando la mirada.
Damián le quitó el spray de la mano y le extendió el paraguas.
—Déjame ayudarte.
Almendra dudó, fijando sus ojos en él. En el fondo, sentía que no era apropiado.
Damián alzó una ceja.
—Si fuerzas el pie, solo te vas a lastimar más. ¿Prefieres que llame a una ambulancia para que te bajen cargando?
—Eso sería demasiado... —titubeó Almendra, aceptando el paraguas de sus manos.
El mango estaba seco y tibio, conservando el calor de Damián.
El hombre se agachó frente a ella. Con sus manos morenas, sostuvo su tobillo pálido, aplicando el spray sobre la hinchazón.
Un cosquilleo punzante recorrió la pierna de Almendra y no pudo evitar aspirar aire de golpe.
Damián la miró, notando el enrojecimiento de sus ojos.
—¿Te duele mucho?
Almendra negó rápido y se apartó suavemente.
—No, estoy bien, de verdad.
...
Mientras tanto, en la cima, Tania miraba hacia abajo.
Su nuera, la que arrastraba el pie, estaba bajo el mismo paraguas que un hombre.
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