ANDY DAVIS
—¿Cómo que no…? —ni siquiera terminé de preguntar cuando ya me sentía mareada y con náuseas.
—Lo siento tanto, créame que fue un accidente —contestó el doctor verdaderamente apenado.
—¡¿Un accidente?! ¡Me acaba de decir que mis hijos no son de mi esposo! ¡¿Cómo pudieron equivocarse?! ¡No concibo que una clínica de su categoría…!
—Señora, le juro que la pasante que confundió las muestras ya fue despedida —insistió el médico cada vez más avergonzado del error.
Por un momento caminé en círculos dentro del consultorio. Lo que parecía un día en el que nada podría salir mal, en realidad era un día en el que todo estaba saliendo mal. Primero la traición de John y ahora eso.
La encargada de fecundar mis óvulos con el esperma de John se había equivocado y ahora estaba embarazada de… ¡quién sabe quién! ¿Cómo habían dejado algo tan importante en manos de una novata? ¡¿Qué, nadie la estaba supervisando?! Bueno, era obvio que no.
—Si mi esposo no es el padre de mis hijos… entonces, ¿quién? —pregunté llena de coraje.
—El dueño del esperma llegará en cualquier momento y… —El pobre doctor ni siquiera terminó de hablar cuando escuché un poderoso estruendo fuera del consultorio.
—¡Esta m*****a clínica ya debería de estar cerrada! —Era una voz potente y varonil que retumbaba en cada rincón causando eco.
—Supongo que ya llegó —solté con un suspiro resignado antes de que el doctor y yo nos asomáramos por la puerta.
Me sorprendí, es la mejor forma de describir cómo me sentí en cuanto vi a ese elegante hombre. Tenía un aura dominante y oscura, su mirada feroz doblegaba a cualquiera que se atravesara en su camino y su andar seguro, con los hombros tensos y espalda derecha, hacia que nadie siquiera tuviera valor para voltear a verlo.
Cabello rubio perfectamente peinado hacia atrás, ojos negros penetrantes, un gesto cargado de rabia, guantes de piel negra cubriendo sus manos y un abrigo sobre sus hombros que se levantaba con su andar presuroso. Era tan intimidante como atractivo y sentí la necesidad de acercarme para olfatear su loción, podía apostar que era varonil y fresca.
A su lado iba corriendo su asistente, pequeño en tamaño e intentando igualar su paso, el cual respondió:
—Señor, está clínica también es de su propiedad y siempre ha tenido un buen desempeño —su voz era frágil y temblorosa a comparación de la de su jefe—. La doctora becaria que cometió el error ya ha sido despedida y me he asegurado de que no encuentre trabajo en ninguna clínica del país.
¿Era una sentencia justa? ¿No era exagerado? Bajé mi atención hacia mi vientre casi inexistente y puse ambas manos sobre él, reflexiva.
El hombre ni siquiera parecía importarle lo que su ayudante decía. Aunque era atractivo con ese rostro anguloso de mandíbulas fuertes, nariz recta y mirada profunda, no parecía tener un carácter agradable.
—¡Lo siento mucho, señor Ashford! —dijo de inmediato el doctor, con la voz quebradiza. ¿Qué le sucedía? Parecía que no solo tenía miedo de perder su empleo sino de paso la vida.
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