Su amenaza no era en vano.
O eso era lo que Regina se decía, mientras no hacía otra cosa que dar vueltas en la sala de su departamento, sin saber muy bien cómo cumplir con su palabra.
Se sentía imposibilitada.
No tenía dinero ni conexiones importantes que pudieran ayudarla.
Había pasado de ser la hija del gran Máximo Stirling para convertirse en la pobre y tonta Regina, la abandonada, la que había llevado a la quiebra la empresa de su familia.
Aunque nada de esto era cierto.
Ella no había estado detrás del mal manejo de esos fondos.
Todo era culpa de Nicolás y de su tía.
Los dos eran los únicos culpables de sus desgracias actuales.
De repente, tocaron el timbre de su departamento y tardó exactamente un par de segundos en darse cuenta de que era su puerta la que sonaba.
«¿Pero quién podía ser a estas horas?», se preguntó con el ceño fruncido, extrañada.
Miró su reloj de pulsera y entonces comprobó que eran pasadas las diez de la noche; sin duda, no era el momento oportuno para recibir ningún tipo de visitas.
El timbre sonó nuevamente, más apremiante esta vez y entonces, sintió un poco de miedo.
No le había dado su nueva dirección a nadie.
No tenía amistades cercanas.
—¿Quién es…?
—Señora Stirling —escuchó la voz de su abogado y al instante su cuerpo se relajó. El señor Castro no era alguien de temer o, al menos, eso esperaba.
Tampoco era su visita más deseada, pero, por lo menos, no era un asesino serial. De eso podía estar plenamente segura.
Alisándose la falda de su vestido, Regina se acercó a la puerta y miró primeramente por la mirilla para asegurarse de que el abogado se encontrara completamente solo.
En efecto, esto era así.
Una vez verificada la información, abrió la puerta de manera lenta y pausada, tratando de no mostrarse demasiado ansiosa por saber qué hacía en la puerta de su casa.
¡Iba a matarlo!
Desde luego que no haría tal cosa, aunque…
De repente la idea no le pareció tan descabellada.
Pero faltaba algo.
Algo que no podía quedar inconcluso.
—¿Y qué hay de mi tía? ¿Acaso no devolverá lo que se robó?
—Su tía es otra historia, señora Stirling —le comunicó el abogado con un gesto de pesar—. Al momento de su esposo abandonarla, la única pariente cercana que le quedaba era ella. Así que creo que puede alegar esto para justificar sus malos manejos; aun así, entablaremos una demanda para tratar de recuperar algo del dinero. Aunque le advierto que la señora Mónica es una mujer muy astuta —dijo el abogado con recelo, después de todo, aquellas dos mujeres eran familia, así que no quería que se tomara a mal su comentario—. Me temo que es posible que haya estado desviando fondos a cuentas en el extranjero. Pero sobre esto no poseo ninguna prueba, señora.
—Entiendo.
Regina se sentó en el sillón y caviló profundamente al respecto. Evidentemente, la idea de seguir atada a Nicolás no le gusta, pero si esa era la única opción que le quedaba, entonces haría lo que sea con tal de recuperar lo que le pertenece.
—Entabla la demanda de nulidad del divorcio —ordenó con convicción.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Ex-esposa en coma: Abandonada a mi suerte