Además, sentía que él le resultaba familiar.
Poco después, el hombre regresó y le acercó un vaso de agua junto con dos pastillas.
—Tómalas, te vas a sentir mucho mejor.
Su voz seguía siendo serena y un poco distante, pero había una preocupación apenas perceptible en su tono.
Vanesa observó las pastillas. Eran justo las que solía tomar cuando le dolía el estómago, así que no dudó en tragarlas con el agua.
El agua estaba tibia.
Al bajar por su garganta, sintió que el calor le llegaba hasta el corazón, como si le dejara una sensación reconfortante.
La medicina era efectiva. Al poco tiempo, el dolor de estómago empezó a disminuir.
Vanesa levantó la mirada y le agradeció al hombre:
—Gracias, de verdad. Lamento haberle causado molestias.
El hombre frente a ella era alto y de porte distinguido. Tenía rasgos marcados y una presencia imponente, de esas que se notan en cuanto entra a cualquier lugar.
—No hay de qué —respondió él con naturalidad—, señorita Galindo.
—¿Me conoce? —Vanesa no pudo ocultar su sorpresa.
En ese momento, de pronto recordó quién era él.
Era Jaime Morán, el segundo hijo de la familia Morán.
Se decía que era un genio de los negocios, único en su generación. Empezó a involucrarse en la empresa antes de cumplir dieciséis, y a los veinte, el señor Agustín Morán, su padre, lo señaló como el próximo heredero.
Ahora, Jaime ya había tomado el control del Grupo Morán y todos lo respetaban como el presidente Morán.
Seis años atrás, Vanesa lo había visto en una fiesta.
Ella casi nunca asistía a eventos, pero aquella vez fue la única excepción. Apenas lo había visto de lejos, así que no se le había quedado bien grabada la imagen.
Nunca imaginó que el hombre que la ayudaría hoy sería él.
—Presidente Morán —dijo Vanesa, un poco incómoda pero sin perder la compostura—, ¿cómo es que está en Maralinda?
A Jaime no pareció molestarle que Vanesa apenas lo hubiera reconocido, simplemente contestó:
—Vine a cerrar un trato.
Luego de una pausa, preguntó:
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