—Sí, ella ganó. Piénsalo —dijo Benjamín.
Emma reflexionó un momento antes de suspirar:
—No importa quién gane. Me alivia que haya sobrevivido.
—Sí —dijo Benjamín—. Incluso si pierdes a Abel, todavía tienes…
—¿Sí? —Emma le lanzó una mirada severa.
Benjamín silbó y se tragó el «a mí» que tenía en la punta de la lengua.
En el hospital, Abel se paró frente a la cama de Alana.
—Abel… —Alana gimió despacio—. No me dejes… Tengo miedo…
Óscar acababa de salir de la habitación y Abel se sentía agotado. Su abuelo le había dicho antes que Alana era su salvadora y él tenía una deuda de gratitud que saldar. Abel deseó que la bala lo hubiera matado a él en su lugar. Prefería morir antes que caer en la trampa de Alana, pero no podía retroceder en el tiempo para evitarlo.
—Estoy aquí, Alana. ¿Cómo te encuentras? —dijo Abel con cierta dificultad.
Alana abrió despacio los ojos y trató de concentrarse en Abel, que estaba a su lado. Fijó la mirada en él durante los dos minutos siguientes. Parecía demacrado y tenía barba incipiente en la barbilla.
«¿Se quedó a mi lado? Ja, ja, ja, ¡no puedo creer que yo haya ganado! ¡Este hombre ya no tiene trucos!».
Alana comenzó a llorar.
—Tenía tanto miedo, Abel. Pensé que ya no despertaría y que te perdería para siempre. Pensé que estaba muerta…
—No te dejaré morir —dijo Abel—. Con todo el Hospital Rivera a mi disposición, es imposible que mueras.
—Pero… prefiero morir…
Abel frunció el ceño.
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