—¡Al hospital, por supuesto! —dijo Benjamín con impaciencia—. ¿No te enteraste de que Emma fue al hospital?
—Pero... —Se preguntó Jazmín—. ¿Por qué la llamaste Señorita Linares?
Benjamín le apartó la mano.
—Por nada.
Samanta se hizo eco:
—Sí, no es nada. A veces incluso la llamamos querida Emma.
—Querida...
Jazmín se tragó las siguientes palabras y siguió a Benjamín afuera del café. Cuando abrieron la puerta, vieron a Emma cruzar la calle sola. Tenía la cara un poco pálida y una expresión apática. Benjamín bajó corriendo los escalones y la agarró. Comprobó su estado y le preguntó:
—Querida Emma, ¿estás bien?
—Estoy bien. —Los ojos de Emma se abrieron—. ¿A qué viene tanto alboroto?
Benjamín dijo ansioso:
—Te lo advierto, si haces algo peligroso y no me lo vuelves a decir como anoche, ¡te mandaré de vuelta!
—Me da pereza hablar contigo. —Emma hizo un gesto—. ¿No acabo de beber vino? No he dormido bien. Estaré bien después de dormir.
—¡No irías al hospital si estuvieras bien! ¿Por qué no me llamaste?
—Me dolía la cabeza y me desmayé del dolor. No sabía quién me había mandado al hospital.
—¿Cómo te equivocaste al marcar el número de Abel? ¿No funcionaba mi número?
Emma se quedó muda ante las palabras de Benjamín y al fin contestó:
—¿Y yo qué sé?
—Pero Emma, le diste un susto de muerte al Señor Benjamín, que quería ir al hospital a buscarte —dijo Jazmín.
Emma por fin tuvo tiempo de mirar a Jazmín, miró a Benjamín, luego le preguntó alegre a Jazmín:
—¿Están enamorados?
Jazmín parpadeó tímida. Quería estar con Benjamín, pero su sueño no se había hecho realidad. Benjamín se sobresaltó al escucharla.
—¡Señorita Linares, no diga tonterías!
Benjamín cerró la puerta de cristal y miró hacia atrás. Entonces, vio a Jazmín mirándolo sin comprender.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? —preguntó Benjamín con impotencia.
Jazmín abrió la boca, pero no dijo nada. Pudo ver que Benjamín sentía algo diferente y profundo por Emma. Eso hizo que ella se sintiera un poco insegura.
Justo cuando Benjamín y Jazmín se iban, llegó Abel. Estacionó el auto, agarró el desayuno de Emma y cruzó la calle para entrar a la cafetería. Cuando Samanta subió con Emma al piso de arriba, vio entrar a Abel como un león furioso. Incluso traía el desayuno empaquetado. Samanta se quedó atónita.
—Solo quiero asegurarme de si Emma está de regreso. —La voz de Abel estaba llena de una frialdad que calaba los huesos.
—Sí, ya regresó —Samanta asintió.
—¿Está bien?
—Ilesa.
—Eso es bueno. Esto es para ella.
Abel dejó el desayuno sobre la mesa, abrió la puerta de cristal y se marchó en medio del viento frío. Samanta se sintió confundida.
«¿Qué habrá pasado entre la Señorita Linares y el Señor Abel?».

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