REGINA
Llegó a su pequeña casa en la zona oeste de la gran ciudad, agotada y dolida, sin energías. Lo único que quería era arrebujarse en el sillón de la entrada, envuelta en su cobertor favorito, y fingir que era un fuerte que la protegería de toda su maldita realidad. Sin desvestirse ni seguir su habitual ritual para ir a dormir, solo quería llorar y sacarse el amargo regusto de la derrota que la envolvía como una ajustada piel.
<>, se instó, <>. Hubiera querido gritar su frustración, pero no pudo más que llorar apagando el ruido al morder el almohadón, para que su desesperación no llegara al dormitorio superior en el que su tía y su hermana Tina descansaban. Tenía que dejarlas dormir, su tía lo hacía poco y siempre con dolor, no podía dejar las afectara la rabia, tristeza y desesperación en el que esa oportunidad de trabajo la habían sumido.
¡Qué ilusa había sido el día anterior, expectante y nerviosa por la oportunidad! Era la primera vez que la empresa le permitía trabajar en un evento de tanta categoría, normalmente asistía en reuniones familiares de clase media o empresariales de corporaciones pequeñas.
Trabajar en uno de los principales rascacielos del Downtown, en ese ático del Imperio Monahan implicaba una mejoría notable en su salario. El comienzo de la noche había sido soñado: el lugar era de alta alcurnia y la fiesta una selección de lo más granado de la sociedad de Los Ángeles y de California.
Todo había ido de maravilla la primera hora de la recepción; ella había logrado adaptarse al ritmo del resto del staff, que eran ágiles y eficientes, y había servido tragos desplazándose entre los vestidos Gucci, Calvin Klein, Prada y más, diseños maravillosos que reconocía de las revistas de alta costura que solía devorar. Su pasión era el diseño y aunque su condición económica le había impedido continuar sus estudios, el conocimiento práctico que su tía le había impartido y el amor por la costura le permitían maravillarse ante las telas, los cortes y los brillos. Tal vez fue eso lo que la distrajo por un segundo y la hizo fallar en su labor cuanto más atenta debió estar. Un paso en falso, apenas un error de centímetros la llevó a chocar la bandeja con el brazo en alto de una rubia adinerada que charlaba justo con el multimillonario dueño de todo el edificio y la empresa. Ese momento fatal había sido el fin del sueño. Con estupor, había tratado de controlar la bandeja, sin éxito, y las copas del más fino champagne, probablemente cientos de dólares en líquido burbujeante y frío, se habían derramado sobre sus pechos, dejando en evidencia su posición y torpeza.
La ostentosa y bella rubia apenas había sido salpicada por unas gotas, mas sus chillidos escandalosos hicieron del incidente algo más grave de lo real. No había sido rápida en reaccionar, estupefacta; debió haberse mostrado más amable y ayudarla, pero se sintió tan inerme que no pudo.
Al horror por su descuido se sumó el calor de sentirse expuesta, algo que se acentuó al notar la mirada intensa y voraz en los ojos de ese hombre impresionante de metro noventa que era Milo Monahan.
Lo había observado en varias ocasiones mientras controlaba que las mesas estuvieran rebosantes de manjares y las copas servidas. Sus colegas le habían contado que era el mayor de los hermanos Monahan y lo había admirado con cautela. Ese era el tipo de hombre que la derretía, aunque ¿a quién no? La masculinidad se filtraba por cada poro de ese cuerpo ancho y musculoso que se adivinaba con claridad ceñido como un guante por el impecable traje oscuro de tres piezas de diseño. La tela abrazaba sus miembros y ella había pensado que no podía haber un hombre más hermoso.
La mandíbula cuadrada y con una sombra de barba, los labios gruesos como cincelados, el cabello castaño impecablemente peinado. Todo él era el epítome del éxito, la masculinidad y la belleza. Era un Dios griego, habían suspirado en la cocina varias. Un hombre millonario en la cima del mundo. Un hombre inalcanzable.
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