Al siguiente amanecer, la luz pálida del sol se filtró tímidamente por las rendijas de la habitación, como si no se atreviera a tocar a la loba dormida.
Elara apenas había conciliado el sueño, atrapada entre la ansiedad de la ceremonia y la furia que hervía silenciosa en su pecho. El chirrido de la puerta al abrirse la hizo incorporarse con sobresalto.
Su cuerpo tembló levemente.
Instintivamente, su corazón comenzó a latir más rápido, como si ya supiera que la libertad estaba a punto de alejarse un paso más.
Un omega entró con pasos suaves y la miró con respeto forzado.
Sin decir palabra, se acercó y la tomó entre sus brazos. Elara no luchó. No podía.
La sumisión era su máscara… y su única arma. Mientras la cargaban, se aferró al pensamiento de Esla, su loba dorada, la única que no la había abandonado.
La llevaron por pasillos desconocidos, algunos iluminados por candelabros, otros oscuros como la conciencia del Alfa Rael. Finalmente, llegaron a una habitación amplia, distinta a cualquier otra que hubiera visto. Cuando la depositaron en la cama, su cuerpo maltrecho apenas pudo reaccionar.
La suavidad de las sábanas la sorprendió. Era la primera vez que descansaba sobre una cama mullida, cálida, envolvente, como si mil brazos de algodón quisieran protegerla. Por un momento, sus ojos se cerraron. Solo un instante. Porque sabía que no podía permitirse el lujo de confiarse. Ese momento de consuelo era un espejismo en medio del campo de batalla.
***
Cuando volvió a abrir los ojos, el omega ya se había retirado. Y entonces lo vio.
El vestido.
Colgaba en un perchero dorado, como un monumento de belleza y condena. Blanco como la nieve que cubre una tumba. Inmaculado. Resplandeciente. Repleto de diamantes tan pequeños como lágrimas congeladas. Brillaba con una intensidad que hería los ojos, pero no podía ocultar lo que era: una cadena bordada con lujo. Una trampa disfrazada de gloria.
Elara lo contempló con un nudo en la garganta, los ojos húmedos. Su reflejo en el cristal la mostró débil, herida, pero también viva. Y eso bastaba. Porque si estaba viva, aún podía pelear.
Una hora después, la puerta volvió a abrirse. El olor de su sangre familiar llenó la habitación antes de que ella apareciera. Minah.
La traidora.
La hermana que alguna vez fue su mejor amiga, su cómplice, su refugio… ahora convertida en enemiga.
Detrás de ella, varios sirvientes entraron y comenzaron a colocar la mesa. Fruta fresca. Pan. Té humeante.
Demasiado lujoso. Todo fingido.
—Desayunaremos juntas, Elara —anunció Minah con una sonrisa torcida.
Elara miró la comida con desconfianza. El hambre le retorcía el estómago, pero el asco que sentía por su hermana era más fuerte.
Entonces, la voz de Esla resonó en su mente con la claridad de una orden divina:
“Elara, debes cambiar las tazas de té. Consigue que tu hermana sea quien trague ese veneno cruel. Entonces, será ella quien no podrá transformarse.”
Elara parpadeó. Por un momento pensó que había escuchado mal, pero no. Era brillante. Astuto. Y justo.
Asintió apenas con la cabeza, y mientras los sirvientes se retiraban, se sentó en la mesa.
Observó a Minah, que admiraba el vestido con una devoción venenosa, como si lo deseara con cada fibra de su cuerpo.
—Ese vestido… debió ser mío —murmuró—. Yo soy la mate del Alfa, no tú.
Mientras Minah se perdía en sus fantasías de poder y control, Elara actuó.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La luna implacable del rey alfa