Casi al anochecer, el cielo se tiñó de tonos púrpuras y escarlata cuando las sirvientas llegaron a la habitación de Elara.
Entraron en silencio, como sombras obedientes, llevando en sus manos peines de plata, frascos de esencia floral y el vestido nupcial que parecía resplandecer bajo la tenue luz de las antorchas.
Elara no puso objeción. Ya no podía. Sentía el cuerpo entumecido, el alma desgastada.
Se dejó vestir como una muñeca rota, mientras su loba, Esla, se mantenía en silencio en su mente… esperando.
—Ya la esperan abajo —dijo una de las sirvientas, sin emoción.
Bajó por la escalera de mármol con los pies temblorosos y el alma hecha cenizas.
Al fondo del gran salón, la esperaba Luna Sia, quien debía ser su suegra, otra traidora más.
Una mujer de mirada venenosa y sonrisa de serpiente.
—Mira qué hermosa Luna —dijo con frialdad, paseando sus ojos por el vestido como si evaluara un trofeo robado—. Más te vale que no seas rebelde, Elara. Sé una buena Luna y entonces, tal vez, tu vida no sea un infierno.
Elara asintió con rigidez, como una marioneta obediente. Pero por dentro… una tormenta rugía.
Cuando cruzó la enorme puerta de hierro que daba al jardín ceremonial, su respiración se detuvo.
Estaba lleno. Alfas, Lunas, ancianos, guerreros… toda la manada Granate estaba presente, sus ojos clavados en ella.
Al otro extremo del jardín, la luna llena asomaba sobre la colina, testigo silenciosa del destino forzado que le imponían.
Un nudo de miedo subió por su garganta.
“Esla, no podremos escapar”, pensó con desesperación.
“Confía en mí. Tienes el cuchillo.”
“Lo tengo.”
Y entonces lo vio.
Su padre.
El hombre que alguna vez la acunó en brazos, que la llamó hija con orgullo… ahora Beta de la manada, cómplice de la traición.
Bernard, vestido con gala ceremonial, se acercó a ella, con una sonrisa fingida en los labios.
—Hija —dijo en voz baja cuando ella se acercó—. Sé una buena Luna. Estaré orgulloso de ti.
Pero en la mente de Elara, la voz de Esla rugió como un trueno:
“¡Este hombre debe pagar por el daño que nos hizo! Aquí se rompen los lazos de sangre. ¡Es ahora o nunca!”
Elara respiró hondo.
Y entonces, como si todo el dolor, la furia y la sed de justicia estallaran al mismo tiempo, sacó el cuchillo oculto bajo el vestido y lo alzó contra su padre, presionándolo contra su cuello.
—¡Elara! ¿Qué demonios haces? —rugió Bernard, horrorizado.
—¿Creíste que podías volverme una esclava? ¡Nunca! ¡Yo no nací para ser encadenada! —gritó ella con una fuerza que heló la sangre de todos los presentes.
En un movimiento rápido, clavó el cuchillo en la mano de su padre, el dolor le arrancó un alarido, pero sus ojos no parpadearon.
Sangre caliente cayó al suelo de mármol, marcando el inicio de su rebeldía.
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