—Hermana, lo siento mucho. Sé que tuviste que pasar tu primera noche de bodas sola, pero tranquila, yo cuidé muy bien de Alexander —me dice con descaro.
Siento la ira recorrer mis venas, y sin pensarlo, arremeto contra ella. Me acerco y le propino una fuerte bofetada.
—¡Eres una descarada, una maldita zorra! Durante años te enredaste con mi prometido frente a mis narices —le grito, furiosa.
Ella deja caer falsas lágrimas de inmediato.
—Hermana, ¿cómo puedes ser tan cruel conmigo? De verdad no quería meterme con Alexander, pero él y yo nos amamos tanto… Yo lo amo tanto que no pude resistirme a esto que sentía. Intenté un millón de veces alejarme, pero el amor fue más fuerte. Créeme, lo último que hubiera querido era que te enteraras de esta manera —dice con cinismo.
No me sorprende en lo absoluto. Fingir siempre se le ha dado muy bien.
De repente, siento un empujón que me hace caer al suelo. Al levantar la mirada, veo el hermoso rostro de Alexander mirándome con una ira asesina.
—Si la has lastimado, juro que lo lamentarás, Aslin. Ya hemos hablado de esto y pensé que lo habías entendido. No culpes a Arlette, ella no tiene la culpa de nada. Simplemente pasó, nos enamoramos. Acostúmbrate de una vez —dice con frialdad.
—Eres tan cruel conmigo, Alexander, que ya me acostumbré… ¿Cómo esperas que lo haga? Desde que tengo uso de razón, me han criado para ser tu esposa. Yo pensé que me amabas —le grito con lágrimas en los ojos.
—Olvídame y acostúmbrate a esto, así podremos estar en paz —responde sin siquiera mirarme.
Lo observo arrodillarse y tomar a Arlette en sus brazos, cargándola como si fuera una princesa. Antes de desaparecer por la puerta, ella me dedica una mirada triunfante.
Sin poder soportarlo más, corro escaleras arriba hasta llegar a mi habitación. Me dejo caer sobre la cama y me desahogo sin contener el llanto. No podía más. Ver al hombre que amaba apuñalarme una y otra vez en el corazón y saber que no le importaba en lo absoluto era insoportable. Arlette tenía tanta suerte… Tenía a Alexander en la palma de su mano. No entendía qué había visto en ella para enamorarse de esa forma.
Voy hasta mi buró y saco una fotografía de mi madre. La observo sin cesar. En la imagen, mi madre, de unos veinte años, luce hermosa. Soy su vivo reflejo, excepto por el color de nuestro cabello: el de ella, negro azabache; el mío, rubio como el de mi padre.
—Mamá, ojalá estuvieras aquí. Ojalá me hubiera ido contigo. Ya no puedo aguantar más tanta crueldad —susurro, abrazando la imagen.
Horas después, el sonido del teléfono me despierta. Me había quedado dormida en el suelo, abrazando la foto de mi madre. Me levanto rápidamente y tomo el móvil. Era mi amiga Vero. Contesto de inmediato y su voz chillona llena mis oídos.
—¡Aslin, tienes que contarme todo! ¿Cómo fue tu noche de bodas? ¿A dónde te llevó Alexander de luna de miel? —pregunta emocionada.
No puedo evitar que un sollozo escape de mis labios.
—¿Aslin? ¿Estás llorando? ¿Qué sucede, querida? —pregunta preocupada.
—Ay, Verónica… Si supieras. Todo se ha convertido en una horrible pesadilla de la que quiero despertar. Ya no puedo más —le confieso con la voz quebrada.
—Calma, amiga. Por favor, deja de llorar y dime qué sucede —insiste desesperada.
—No puedo contártelo por teléfono. ¿Estás libre esta noche? Podríamos cenar en el restaurante Royal —le propongo mientras seco mis lágrimas.
—¿Cómo? ¡Pero estás en Londres! Pensé que estabas fuera del país —responde asombrada.
—Nos vemos en el restaurante. Te contaré todo —digo antes de colgar.
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