A la mañana siguiente, Medea despertó con profundas ojeras bajo los ojos. No había podido dormir en toda la noche; las lágrimas no dejaron de caer ni un instante. Seguía sin creer lo que había escuchado y sentido la noche anterior. Su esposo, siéndole infiel de la forma más vil, en su propia casa, bajo su propio techo.
¿Desde cuándo? ¿Desde que Saphira entró a trabajar con ellos? Llevaban siete años de casados. Un año después de la boda nació Alin, su adorada hija. Y, pocos días después del parto, Elian trajo a Saphira a la mansión. La presentó como su nueva sirvienta personal, alguien que la cuidaría y la ayudaría con la atención de la bebé.
¿Desde entonces? El pensamiento la hizo estremecerse. No tenía cómo comprobarlo, pero lo que sí sabía era que había estado rodeada de enemigos: el hombre al que amaba y la mujer en quien más confiaba.
—Medea, querida amiga —la voz melosa de Saphira interrumpió sus pensamientos, sobresaltándola—. Soy yo, no te asustes. Vine a ayudarte a prepararte para el desayuno.
—¿Elian está en casa aún?
—Sí, está en el comedor.
—¿Y Alin? Quiero verla.
—Lo siento, querida —las manos de Saphira se posaron sobre sus hombros, provocándole un escalofrío de asco—. Ya la llevaron a la escuela. Después tiene clases de piano.
Una punzada de dolor atravesó a Medea. No lograba apartar de su mente aquella frase que había escuchado la noche anterior: "Nuestra hija." ¿Por qué Saphira había dicho eso?
Alin era suya. Su bebé. Pero de pronto, algunos recuerdos empezaron a filtrarse en su mente. Desde el accidente que la dejó ciega, Alin había cambiado. A veces era grosera, se mostraba distante, y no quería pasar tiempo con ella. A pesar de tener apenas seis años, su tono de voz se volvía despectivo. Justo como el de Elian.
Ambos... ambos se habían vuelto diferentes. Fríos. Como si ya no la vieran como parte de esa casa.
—Últimamente no he podido ver a mi hija —dijo Medea con un dejo de recelo en la voz—. Siempre me dices que está ocupada, que tiene algo que hacer... Ni siquiera viene a verme. Soy su madre.
Saphira, al otro lado, puso los ojos en blanco con fastidio, aunque Medea no podía verlo.
—Tanto Alin como Elian tienen vidas ocupadas —respondió con tono dulce, pero condescendiente—. Él con sus negocios, y la niña con sus estudios. Tienes que entenderlos. No te angusties tanto, el amor de ambos siempre lo tendrás.
«En tus sueños», pensó Saphira con crueldad mientras acariciaba el hombro de su víctima.
Medea empezaba a atar cabos. Recordó las veces que Saphira, Alin y Elian salían sin ella. A veces a comer, otras a pasear… tiempo que compartían a sus espaldas. Siempre había una excusa: que sería incómodo para ella, que no podría seguirles el ritmo o que estaría más tranquila descansando. Saphira la tranquilizaba con dulces palabras: “Tú no te preocupes, para eso estoy yo.”
Y Medea… nunca sospechó. Nunca desconfiaba de nadie. Ahora ya no estaba segura de nada. ¿Alin era realmente su hija? La sola duda le desgarraba el alma.
—Tienes razón —respondió Medea, forzando una sonrisa que no sentía—. Ayúdame a arreglarme. Quiero estar con mi esposo.
Saphira, obligada a mantener su fachada de sirvienta leal y amiga abnegada, no tuvo más opción que asistirla. La ayudó a vestirse, a peinarse, a asearse. Pero mientras Medea se distraía, Saphira se probaba en secreto su ropa y sus joyas frente al espejo, como si le pertenecieran. Una rutina que repetía desde hacía tiempo, aprovechándose de la ceguera de quien la consideraba una hermana.
Ya lista, Medea descendió las escaleras con su bastón, paso a paso, guiada por su “amiga”, quien aparentaba ternura mientras la conducía hacia el comedor. Allí estaba Elian. Medea se sentó frente a él, manteniendo la misma expresión dulce y serena de siempre.
Como si no supiera nada. Como si su mundo no se hubiese desmoronado la noche anterior.
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