Al momento de escuchar las palabras de Nataniel, la expresión indiferente de Tomás Dávila se interrumpió, su rostro se puso rojo como una manzana y sus fosas nasales se abrieron. Entonces se giró y miró al supervisor de seguridad y a sus hombres:
—¡Qué montón de idiotas! Están todos despedidos, lárguense. —Los despidió en el acto y los echó inmediatamente. Luego se dirigió a Nataniel y reanudó su sonrisa aduladora—: Por favor, sígame, señor.
Nataniel le echó un vistazo a sus pies descalzos y le recordó:
—Será mejor que te pongas los zapatos primero. —Tomás Dávila se quedó aturdido cuando bajó los ojos y vio sus dos pies descalzos. Se dio cuenta, con una punzada, de que se había olvidado por completo de sus zapatos cuando se precipitó en el acto, pero su secretaria se acercó y se puso en cuclillas para ayudarle a ponérselos.
Cuando los tuvo puestos, ahogó una sonrisa incómoda antes de invitar a Nataniel a entrar en el restaurante:
—Señor, por aquí, por favor.
Tras un cómico encuentro, Nataniel y sus acompañantes entraron por fin en el Palacio de las Nubes y como si entraran en un verdadero palacio, quedaron maravillados por su interior, exquisitamente amueblado y de lujo exuberante.
—Por favor, venga por aquí, Señor. Esta es nuestra mejor sala VIP. —Tomás Dávila los condujo a una gran sala.
Leila se inquietó y sugirió:
—¿Por qué no cenamos en el salón principal? No vayamos a la sala VIP. —Ella sabía que costaría mucho más cenar en una sala VIP: era la norma no escrita en todos los lugares de entretenimiento o restaurantes. Además, la exuberante decoración de este lugar hacía palidecer a los palacios que había visto en la televisión y por ello, temiendo que no pudieran pagar la cuenta, ella sugirió no entrar a esa sala.
—A mi suegra no le gusta cenar en una sala VIP —Nataniel le comunicó su sugerencia a Tomás.
—Oh, ya veo. ¿Le gusta un ambiente más acogedor? Entonces sentémonos en el salón principal. Les conseguiré una mesa junto a la ventana para que también puedan disfrutar de la vista. —Tomas Dávila les mostró una sonrisa empalagosa.
—Eso estaría bien —aceptó Nataniel. Entonces se acomodaron en una mesa cerca de la ventana mientras Tomás pedía el menú a su capitán. Él les tomaría personalmente la orden.
Penélope y los demás contuvieron la respiración al ver los precios del menú: «Corte de res 90/10, a ocho mil por medio kilo, caviar a treinta mil el medio kilo, atún rojo a nueve mil...»
Como si estuviera sentado en un caldero hirviente, Bartolomé estuvo a punto de saltar asustado de su asiento:
—Son demasiado caros para gente como nosotros. No hay manera de que podamos pagarlo. No deberíamos quedarnos más tiempo, vámonos ya.
—Espere, no se alarme por los precios. —Tomas explicó—: ¿Cómo voy a dejar que paguen un solo centavo por la comida? ¿No ve lo que significa para mí que el Señor Cruz y su familia cenen en mi restaurante? Es un honor que ningún dinero puede comprar… Señor y Señora Sosa, nunca tendrán que gastar un solo centavo para cenar aquí por el resto de su vida. Tomen esto como su casa. Vengan a cenar cuando les apetezca. No hay necesidad de las formalidades conmigo, por favor.
«¿Está él bromeando? ¿Gratis por el resto de nuestras vidas?»
Bartolomé y Leila intercambiaron una mirada estupefacta entre sí, con la boca abierta como si la hubieran amordazado con un pañuelo invisible:
—Papá, Nataniel tiene muy buena relación con el señor Dávila, por eso...
Penélope se esforzó por hacerles entender, pero Nataniel intervino y explicó:
—Tomás solía ser mi subordinado, por eso nos trata como su familia, no hay necesidad de sentirse incómodos por eso.
Tomás estuvo a punto de llorar cuando escuchó a Nataniel mencionar que era como su familia:
—Sí, oh sí, eso es tan cierto... —Se estremeció con su voz estridente—: Somos una familia, pues fue el Señor Cruz quien se apiadó de mí cuando estaba deprimido. No sería lo que soy hoy si no fuera por él. Por favor, póngase cómodo, no sea tan formal aquí.
A pesar de su discurso tranquilizador, los Sosa seguían dudando en sí pedir o no su comida. Tomás Dávila se tomó la libertad y ordenó a sus capitanes que les sirvieran los platos más suntuosos del restaurante, incluyendo langostas, cortes de res costoso tipo 90/10 y muchos otros.
Tomas pidió incluso helados y postres para la pequeña princesa Reyna y para rematar, abrió una botella del gran vino Chateau Lafite, que podía costar hasta cien mil por botella.
Nataniel levantó su copa y brindó con Tomás:
—No quiero que me molesten cuando estoy comiendo con mi familia. ¿Entiendes lo que quiero decir, Tomás? —le exigió.
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