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Mi Frío Exmarido (Amelia y Dorian) romance Capítulo 1284

Serena y Frida no sabían nada de lo que había pasado entre Amelia y Dorian. Como buena niña, Serena adoraba salir y estar rodeada de gente; apenas se subieron al carro, empezó a platicar sin parar, tan emocionada que logró suavizar el ambiente tenso que flotaba dentro del vehículo.

Frida, por su parte, había estado pendiente de Serena durante el trayecto, pero cuando ya estaban cerca de la casa, notó que algo no andaba bien entre Amelia y Dorian.

Amelia iba sentada en el asiento del copiloto, aunque en realidad no fue su elección. Apenas llegaron al estacionamiento, Dorian fue directo a abrir la puerta delantera sin decir ni una palabra. Frida y Marta, entendiendo la indirecta, ni siquiera intentaron tomar ese lugar; solo quedaba que Amelia subiera ahí.

Pero a pesar de ir uno junto al otro, tan cerca que cualquier frenón podía hacer que sus hombros se rozaran, ambos permanecieron en completo silencio durante todo el camino. Solo de vez en cuando, cuando Serena decía alguna ocurrencia, los dos volteaban al mismo tiempo para mirarla, pero al regresar la vista al frente, evitaban cruzar miradas. Era como si una barrera invisible los mantuviera distantes.

No es que se notara tensión o molestia en sus caras, tampoco andaban con caras largas ni se notaban enojados. Más bien, era como si fueran unos completos desconocidos, aunque hacía poco habían estado a solas en la misma habitación.

Frida, al verlos así de distantes pero aparentando tranquilidad, aprovechó un alto en el semáforo para romper el hielo.

—¿Qué les pasa a ustedes dos? —aventó, sin rodeos.

Serena, que estaba entretenida jugando con Frida, levantó la cara al escucharla y miró con curiosidad a sus papás. Con una expresión entre confundida y triste, soltó:

—No sé qué les pasa últimamente a mi papá y a mi mamá, están raros.

Marta, preocupada de que Amelia se sintiera mal o que Serena se viera afectada, se apresuró a intervenir con una sonrisa:

—Nada de eso, Serena. Tus papás están bien.

Las palabras de su hija tocaron a Amelia; una punzada de culpa y remordimiento le atravesó el pecho. Se giró y, en voz bajita, le contestó a Serena:

—No te preocupes, mi amor. Papá y mamá estamos bien, no pasa nada.

Dorian la miró de reojo, pero no dijo nada. Serena, inquieta, se bajó de su asiento y se acercó a donde estaba Dorian, con los ojos bien abiertos y una inocencia desarmante.

El lugar era sencillo: un patio diminuto, una casa chiquita, pero cuidada con esmero. Las flores llenaban cada rincón, y había un pequeño quiosco con un columpio colgante donde uno podía sentarse a tomar café o perderse dibujando. Era justo el tipo de vida tranquila que a Amelia le encantaba.

Frida notó que Dorian se había quedado mirando el quiosco y, con una sonrisa, comentó:

—Ese patio lo dejó el inquilino anterior. La primera vez que lo vi, pensé que a Meli seguro le encantaría...

Pero antes de terminar la frase, Frida se dio cuenta de que la cara de Dorian había cambiado drásticamente y se calló de golpe.

La verdad, cuando Frida rentó el lugar, no pensó demasiado. Solo sabía que a ella le gustaba y que a Amelia también le encantaría. Incluso, pensó que si algún día Amelia decidía no seguir con Dorian, podría mudarse con ella, acompañarse y criar juntas a Serena. Era su manera de dejarle una puerta abierta, un lugar seguro.

Pero Dorian, al oír esas palabras, no tardó en atar cabos y su expresión se volvió dura, con una mezcla de molestia y tristeza que no pudo ocultar.

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