Amelia se rebeló de pronto y lo empujó con fuerza.
Pero ese simple gesto fue suficiente para desatar el desastre que se ocultaba bajo la aparente calma.
Dorian apretó con brusquedad la parte trasera de su cuello, obligándola a alzar el rostro y mirarlo de frente.
—¿Quién es ese hombre?
Por fin habló, palabra por palabra, con una voz grave y contenida. Sus ojos, oscuros como el agua en la noche, brillaban bajo la luz como fragmentos de cristal, mientras la rabia enrojecía sus párpados y le marcaba el contorno de los ojos.
El cabello de Dorian ya estaba empapado por el agua de la regadera.
Lo que antes eran mechones perfectamente peinados, ahora eran apenas unos pocos cabellos pegados a su frente, con gotas resbalando hasta caer sobre sus ojos enrojecidos por el enojo. Su aspecto, bajo la luz, resultaba intimidante y peligroso.
El abrigo negro que le llegaba hasta las rodillas también se había empapado, el tejido había oscurecido tanto que casi se fundía con la camisa negra que llevaba debajo.
Al empujarla contra la pared, el abrigo se arqueó, y el cuerpo mojado de Amelia quedó envuelto casi por completo bajo esa tela, aislada de la neblina húmeda y la luz, obligada a mirar a Dorian, sin escapatoria.
—¿Quién es el hombre que te gusta?
Al ver que ella no respondía, Dorian apretó aún más su mano en la nuca de Amelia.
El cuerpo frágil de la joven apenas si colgaba, pegada a su pecho. El vestido blanco, empapado, se pegaba a la camisa negra de él y dejaba marcas de humedad en la tela.
A Dorian no le importó su camisa mojada. Colocó los dedos sobre la corbata y de un tirón la arrancó, dejando que cayera en el cesto de la ropa sucia de un lado.
Luego, con movimientos rápidos, desabrochó los dos primeros botones de la camisa, dejando ver la piel clara de la clavícula y unas líneas musculares apenas sugeridas. La camisa, antes perfectamente abotonada, ahora colgaba a los lados, dándole un aire descuidado y provocador, muy diferente a su imagen siempre impecable.
Amelia giró el rostro, evitando su mirada. Sentía la garganta reseca, como si la humedad del baño hubiera terminado de quitarle el aliento.
Dorian creyó que ella trataba de evadirlo.
En cuanto apartó la vista, la jaló más fuerte, pegándola a su pecho. Sus ojos, llenos de furia, la taladraban mientras repetía la pregunta:
—¿Quién es el hombre que te gusta?
Su lógica le decía que todo era una excusa de ella para alejarlo. Conociéndola, no era alguien que se enamorara fácil. Durante el tiempo que estuvieron divorciados, no se había interesado en nadie más, así que, ¿cómo podía ser que en solo unos días hubiera cambiado?
Pero, en el fondo, una voz más lúcida le recordaba que eso no significaba que Amelia fuera incapaz de enamorarse. Solo que antes, tal vez, no había aparecido la persona indicada.
Además, durante los años de divorcio, Amelia estuvo ocupada con la universidad, el embarazo, el nacimiento y cuidado del niño. No había espacio para ningún otro hombre. Pero ahora era distinto. Con más tiempo libre y menos responsabilidades, podía enfocarse en sus propios sentimientos. Su trato con Ricardo, esa paciencia y tolerancia que le tenía, ya era una muestra de algo especial.
La imagen de los dos, juntos bajo la lluvia, compartiendo la sombrilla como si fueran hechos el uno para el otro, lo atormentaba, destrozando su control.
Su desesperación por obtener una respuesta era solo una forma de aferrarse a la esperanza de que ella nunca hubiese sentido nada por otro.
Pero obligada a mirarlo a los ojos, Amelia no mostró ni una pizca de duda.
—¿No lo sabes ya?
Su voz era suave, sin rastro de aspereza, pero cada palabra era como una daga que se le clavaba en el corazón.
A pesar del miedo, y de que su voz temblaba, ella seguía mirándolo con desafío.

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