—A decir verdad, ese día ya tenía un presentimiento, por eso terminé el examen tan apurado y salí corriendo a buscarte. Lástima que, al final, igual llegué tarde. Intenté encontrarte, recorrí una y otra calle, pero nunca logré ver tu figura. Solo podía repetirme que seguro solo habías vuelto a casa, que no pasaba nada, que al día siguiente, cuando volviéramos a la escuela a checar nuestras calificaciones, tú volverías. Pero al día siguiente no apareciste. Ni al tercero, ni al cuarto. Desde que empezamos a hacer los trámites de graduación hasta la fiesta de despedida, incluso cuando llenamos la solicitud para el examen de ingreso universitario, tú nunca volviste. Me enojó que te fueras sin decir nada, así que mejor me aguanté las ganas de preguntar por ti.
—Una vez me dijiste que querías que aplicáramos a la misma universidad. Yo, a propósito, hice que todos supieran a qué universidad iría, porque sabía que tú también te enterarías. Pero aun así, al final, decidiste no cumplir lo que habíamos dicho. Y aunque sabía que no vendrías, el día que teníamos que presentarnos al nuevo ciclo universitario, fui a la facultad de arquitectura con la esperanza de verte. De todos modos, revisé la lista de los nuevos alumnos una y otra vez, pero nunca vi tu nombre. En ese momento, la rabia que sentía por ti se fue hasta el cielo.
—Me obligué a no saber nada de ti. Salí de todos los grupos de la generación, eliminé a todos del círculo de amigos. Pensé que así podría olvidarte. Y la verdad, llegué a creer que lo había logrado. Pero en esas noches donde el silencio me pesaba, volvía a pensarte. Te extrañaba, me quedaba con ese hueco, con esa espinita de preguntarme cómo estarías, si ya tendrías novio.
—Hasta que en cuarto año, sin querer, escuché a la profesora decir que estabas en la universidad de al lado. Aunque ya eran más de las diez de la noche, no pude evitar ir a buscarte a tu escuela. No logré verte, pero después busqué cualquier excusa para regresar varias veces. Qué ironía, nunca te encontré. En ese momento pensé que tal vez el destino no existía para nosotros. Esos años, entre el estudio y la presión de tomar las riendas de la empresa familiar, terminaron por quitarme cualquier resto de sensibilidad. Me repetía todo el tiempo que, si no había coincidencia, no tenía caso forzar nada. Entre nosotros nunca iba a haber un camino compartido: tú tenías tu juventud y una vida enorme por delante, y yo solo tenía sobre los hombros esa empresa y un montón de responsabilidades. Alguien como yo no podía darle felicidad a nadie.
—Pero incluso así, cuando me enteré por el jefe de grupo que no tenías novio y que ibas a ir a la reunión de la generación después de la graduación, no pude evitarlo. Aunque estaba de viaje por trabajo en el extranjero, adelanté todo y volví a toda prisa. Ni siquiera sabía por qué, solo sentía el corazón a mil, como si necesitara intentarlo una vez más, igual que aquellas veces que fui a buscarte en la universidad y nunca te encontré. Ahora lo pienso y agradezco haberlo hecho, haber regresado esa noche.
—Llevábamos más de cuatro años sin vernos ni hablar, y aunque parecía que éramos unos completos desconocidos, también sentí que el tiempo nunca había pasado. Cuando abrí la puerta y te vi ahí, sentada entre la gente, mi corazón empezó a latir con fuerza. Esa emoción, tan viva, se asomó de nuevo, imposible de esconder. Por eso, cuando te acompañé a casa, todo lo que había guardado durante años se desbordó y se volvió imposible contener lo que sentía por ti.
—Muchas veces me he preguntado, si esa noche hubiera logrado controlarme, ¿habríamos sido como cualquier otra pareja? ¿Tal vez nos hubiéramos conocido poco a poco, acercado despacio, enamorándonos con calma y, cuando llegara el momento, nos hubiéramos casado?

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